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Aomame
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Haruki MurakamiFoto Itziar Guzmán/ Tusquets Editores
 
Periódico La Jornada
Jueves 10 de febrero de 2011, p. 3

No se deje engañar por las apariencias

La radio del taxi retransmitía un programa de música clásica por FM. Sonaba la Sinfonietta de Janácek. En medio de un atasco, no podía decirse que fuera lo más apropiado para escuchar. El taxista no parecía prestar demasiada atención a la música. Aquel hombre de mediana edad simplemente observaba con la boca cerrada la interminable fila de coches que se extendía ante él, como un pescador veterano que, erguido en la proa, lee la aciaga línea de convergencia de las corrientes marinas. Aomame, bien recostada en el asiento trasero, escuchaba la música con los ojos entornados.

¿Cuántas personas habrá en el mundo que, al escuchar el inicio de la Sinfonietta de Janácek, puedan adivinar que se trata de la Sinfonietta de Janácek? La respuesta probablemente esté entre muy pocas y casi ninguna. Pero Aomame, de algún modo, podía.

Janácek compuso aquella pequeña sinfonía en 1926. El tema inicial había sido creado, originalmente, como una fanfarria para una competición deportiva. Aomame se imaginaba la Checoslovaquia de 1926. La primera guerra mundial había finalizado, por fin se habían liberado del prolongado mandato de la Casa de Habsburgo, la gente bebía cerveza Pilsen en los cafés, se fabricaban flamantes ametralladoras y saboreaban la pasajera paz que había llegado a Europa Central. Ya hacía dos años que, por desgracia, Franz Kafka había abandonado este mundo. Poco después Hitler surgiría de la nada y, de repente, devoraría con avidez aquel bello país, pequeño y recogido, pero por aquel entonces nadie sabía aún que ocurriría esa catástrofe. La enseñanza más importante que la Historia ofrece a las personas tal vez sea que en cierto momento nadie sabía lo que sucedería en el futuro. Aomame se imaginaba el apacible viento atravesando las llanuras de Bohemia y, mientras escuchaba aquella música, reflexionaba sobre las vicisitudes de la Historia.

En 1926, el emperador Taisho falleció y se produjo la transición a la era Sho-wa. En Japón también estaba a punto de comenzar una época oscura y abominable. El breve interludio de modernismo y democracia se terminó y el fascismo desplegó su poder.

La Historia era una de las aficiones de Aomame, junto con el deporte. Apenas había leído novelas, pero podía leer cuantos libros históricos se le pusieran delante. De la Historia le interesaba el hecho de que todos los acontecimientos estaban, en el fondo, vinculados a determinadas épocas y lugares. Acordarse de las diferentes épocas no le resultaba difícil. Aunque no memorizara las cifras, cuando podía captar todas las relaciones entre los diversos hechos, las épocas le venían automáticamente a la cabeza. En los exámenes de Historia durante la secundaria y en el instituto siempre sacaba las notas más altas de la clase. Cada vez que alguien le decía que se le daba mal recordar épocas históricas, ella se extrañaba. ¿Por qué no son capaces de hacer algo tan sencillo? Aomame era realmente el apellido de aquella chica. Su abuelo paterno era oriundo de la prefectura de Fukushima. Se decía que en aquellos pequeños pueblos y aldeas en medio de las montañas había varias personas que se apellidaban Aomame. Antes de que Aomame hubiera nacido, su padre rompió los vínculos con su familia. Lo mismo sucedió con su madre. Por eso, Aomame nunca llegó a conocer a sus abuelos. Apenas viajaba, pero si se le presentaba la oportunidad de hacerlo, tenía por costumbre abrir la guía telefónica del hotel y averiguar si había alguien apellidado Aomame, aunque hasta entonces, en todas las ciudades y todos los pueblos que había visitado, no había encontrado a nadie que se apellidara así. En esos momentos se sentía como una náufraga solitaria arrojada a merced de las inmensidades del océano.

Dar su apellido siempre le resultaba fastidioso. Cada vez que lo pronunciaba, la gente la miraba a la cara, extrañada o desconcertada. ¿Aomame? Sí. Aomame. Se escribe con los caracteres de verde y de legumbre. Cuando la contrataban en una empresa y debía utilizar tarjetas de presentación, había vivido muchas situaciones embarazosas. Al entregar la tarjeta, la gente se quedaba mirándola fijamente durante un rato. Como si de golpe le hubiera entregado una carta anunciando una desgracia. También había oído risas sofocadas al dar su apellido por teléfono. Cuando la llamaban en las salas de espera del ayuntamiento o del hospital, la gente erguía la cabeza y la miraba. Quizá se preguntaran qué cara podría tener alguien apellidado Aomame.

A veces se equivocaban y la llamaban Edamame. Incluso la habían llamado Soramame.* En esas ocasiones, ella corregía: No, no es Edamame (o Soramame). Es Aomame. Ciertamente se parecen, pero... Entonces sonreían a la fuerza y se disculpaban. Es que es un apellido raro, ¿no? ¿Cuántas veces habría escuchado la misma cantinela en treinta años de vida? ¿Cuántos chistes pésimos habría hecho todo el mundo con aquel apellido? Si no hubiera nacido con ese apellido, su vida probablemente hubiera sido diferente. Con un apellido más común, como por ejemplo Sato, Tanaka o Suzuki, quizá llevaría una vida más relajada y miraría a la gente con un poco más de indulgencia. Tal vez.

Aomame prestaba atención a la música con los ojos cerrados. El bello eco producido por el unísono de los instrumentos de viento calaba en el interior de su cabeza. De repente se dio cuenta de algo. Para ser la radio de un taxi, la calidad del sonido era demasiado buena. Aunque estaba puesta a bajo volumen, el sonido resultaba profundo y los armónicos sonaban con nitidez. Abrió los ojos, se echó hacia delante y observó el equipo estéreo instalado en el salpicadero. El aparato era completamente negro y brillaba con fulgor y como con orgullo. No se podía leer el nombre del fabricante, pero por el aspecto supo que era un producto de lujo. Tenía muchos botones y los números verdes sobresalían con elegancia en el panel. Probablemente fuera un aparato de alta tecnología. Una compañía de taxis normal y corriente no equiparía los coches con un sistema de sonido de tal calidad.

Aomame echó un vistazo otra vez al interior del vehículo. Como había estado abstraída desde que se subió al coche, no se había fijado, pero aquél no era un taxi normal, en ningún sentido. El equipamiento era de buena calidad; la comodidad de los asientos, extraordinaria, y, ante todo, el interior era silencioso. Parecía estar insonorizado, porque apenas entraba ruido del exterior. Era como estar en un estudio equipado con dispositivos de aislamiento acústico. Quizá fuera un taxi privado. Entre los conductores de taxis privados, hay quien no escatima en gastos para el coche. Aomame buscó con la mirada la placa de identificación, pero no la encontró. Sin embargo, no parecía un taxi ilegal, sin licencia. Llevaba el taxímetro reglamentario y marcaba la cantidad de forma adecuada: 2150 yenes. A pesar de ello, la placa de identificación con el nombre del conductor no se veía por ninguna parte.

–Tiene usted un buen coche, muy poco ruidoso –dijo Aomame a espaldas del conductor–. ¿Qué coche es?

–Un Toyota Crown Royal Saloon –respondió lacónico el conductor.

–La música suena nítida.

–Es un coche silencioso. Por eso lo elegí. Toyota tiene una de las mejores tecnologías del mundo en lo que a insonorización se refiere.

Aomame asintió y volvió a recostarse en el asiento. Había algo en la manera de hablar del conductor que la atraía. Hablaba como si siempre se dejara algo importante por decir. Por ejemplo (y no es más que un ejemplo), como si no hubiera ninguna queja en cuanto a insonorización, pero el Toyota fallara en algo. Y cuando acababa de hablar, un pequeño fragmento de silencio locuaz se quedaba flotando en el estrecho espacio del vehículo, como la miniatura de una nube imaginaria. De algún modo, provocó en Aomame una sensación de inquietud.

–Sí que es silencioso –opinó Aomame para alejar aquella nubecilla–. Además, el equipo estéreo parece de lujo.

–Me lo pensé dos veces antes de comprármelo –el tono del conductor sonó como el de un oficial del Estado Mayor retirado hablando de operaciones militares del pasado–. Pero como paso muchas horas dentro del coche, prefiero tener el mejor sonido posible y...

Aomame esperó a que siguiera hablando, pero no hubo continuación. Volvió a cerrar los ojos y a escuchar la música. Desconocía cómo había sido Janácek a nivel personal. De todos modos, estaba segura de que el músico nunca se habría imaginado que alguien, en el silencioso interior de un Toyota Crown Royal Saloon, en medio de un atasco terrible en la autopista metropolitana de Tokio, en 1984, escucharía la música que había compuesto.

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Portada de la novela 1Q84, novela de Murakami, de la cual Tusquets publica en español dos tomos, el tercero saldrá en otoño
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El también autor de Tokio blues Foto Itziar Guzmán/ Tusquets Editores

Con todo, a Aomame le pareció extraño haber reconocido enseguida que aquella música era la Sinfonietta de Janácek. ¿Y por qué sabía que había sido compuesta en 1926? No era muy fan de la música clásica. Tampoco tenía ningún recuerdo personal relacionado con Janácek. Sin embargo, en el momento mismo en que escuchó las notas del inicio de la obra, diversos conocimientos le vinieron a la mente de forma automática. Como si una bandada de pájaros entrara volando en una habitación por una ventana abierta. Además, aquella música provocaba en Aomame una sensación rara, semejante a una torsión. Sin dolor ni malestar. Tan sólo se sentía como si le estrujaran físicamente, de forma paulatina, todo el cuerpo. Aomame desconocía el motivo. ¿Por qué le causaría la Sinfonietta aquella sensación inexplicable?

–Janácek –dijo Aomame medio inconscientemente. Después de pronunciar aquel nombre, pensó que hubiera sido mejor no hacerlo.

–¿Qué dice?

–Janácek. El compositor de esta pieza.

–No lo conozco.

–Un compositor checo –dijo Aomame.

–¡Ah! –contestó el conductor admirado.

–¿Este taxi es privado? –preguntó Aomame, para cambiar de tema.

–Sí –respondió el conductor. Entonces hizo una pausa–. Es privado. Este vehículo es el segundo que tengo.

–Los asientos son comodísimos.

–Muchas gracias. A propósito –dijo el conductor volviendo un poco la cabeza hacia ella–, ¿tiene prisa?

–Tengo una cita en Shibuya. Por eso tomé el taxi en la autopista metropolitana.

–¿A qué hora es la cita?

–A las cuatro y media –afirmó Aomame.

–Ahora son las cuatro menos cuarto. No llegamos a tiempo.

–¿Tan grande es el atasco?

–Debe de haber un accidente enorme más adelante. Este tráfico no es normal. Hace ya un rato que apenas avanzamos.

A Aomame le extrañó que el conductor no escuchara la información vial por la radio. En la autopista se había formado un atasco brutal que lo obligaba a quedarse en el sitio. Normalmente, los conductores de taxi tienen una frecuencia exclusiva y buscan información.

–¿Cómo lo sabe, si no escucha la información vial? –preguntó Aomame.

–No me fío de esa información –dijo el conductor en un tono un tanto vacuo–. La mitad es mentira. La Corporación Nacional de Carreteras sólo informa de las buenas condiciones del tráfico. Para saber lo que ocurre ahora, no me queda más remedio que ver con mis propios ojos y juzgar con mi propia cabeza.

–Y según sus estimaciones, el atasco no se va a disolver con facilidad.

–De momento, es improbable –afirmó el conductor, asintiendo con calma–. Se lo puedo garantizar. Cuando se pone así de congestionada, la autopista es un infierno. ¿La cita es por algo importante?

Aomame pensó.

–Sí, muy importante. Es una cita con un cliente.

–¡Qué lástima! Lo siento mucho, pero tal vez no lleguemos a tiempo.

Mientras el conductor hablaba, agitaba ligeramente el cuello, como para desentumecer una rigidez en los músculos. Las arrugas de la nuca se movían igual que una criatura prehistórica. La palma de la mano le sudaba de forma tenue.

–¿Qué puedo hacer entonces?

–Nada. Como estamos en la autopista metropolitana, no podemos hacer nada hasta llegar a la próxima salida. Tampoco se va a bajar aquí, como si fuera una carretera normal, y coger el tren en la estación más cercana.

–¿Cuál es la próxima salida?

–Ikejiri, pero llegar allí podría llevarnos hasta el anochecer.

¿Hasta el anochecer? Aomame se imaginó encerrada en aquel taxi hasta el anochecer. Aún sonaba la música de Janácek. Los instrumentos de cuerda con sordina se habían puesto al frente, como para apagar el crescendo de sensaciones. El sentimiento de torsión de antes ya se había apaciguado. ¿A qué se debería?

Aomame había tomado el taxi cerca de Kinuta y, en Yoga, se habían metido en la Ruta 3 de la autopista metropolitana. Al principio, el vehículo circulaba con soltura; pero, antes de llegar a Sangenjaya, de repente se formó un atasco, y poco después casi no podían ni moverse. En el carril contrario, el tráfico circulaba con normalidad. Su carril era el único que sufría un atasco calamitoso. Normalmente, las tres de la tarde pasadas no solía ser la franja horaria en la que aquel carril de la Ruta 3 se atascaba. Por eso le había indicado al conductor que tomara la metropolitana.

–El precio no va a aumentar porque estemos en la metropolitana –le dijo el conductor, mirando por el espejo–. Así que no hace falta que se preocupe por el dinero. Sin embargo, señorita, supongo que le supondría un problema llegar tarde a la cita, ¿no?

–Claro que sí, pero antes me ha dicho que no se podía hacer nada, ¿verdad?

El conductor miró de soslayo la cara de Aomame por el espejo retrovisor. Llevaba unas gafas de sol de tono claro. Debido a la luz, no podía atisbarse su semblante.

–Oiga, no es que no haya absolutamente ningún modo. Existe un recurso de emergencia un poco forzado, pero podría ir hasta Shinjuku en tren.

–¿Un recurso de emergencia?

–No precisamente a la vista de todo el mundo.

Aomame, sin decir nada y con los ojos entrecerrados, esperó a que el señor hablara.

–Mire, ahí hay un espacio al que podría arrimar el coche –explicó el conductor, señalando hacia delante–. Donde está el panel grande de Esso.

Aomame fijó la vista y vio un espacio de estacionamiento en caso de accidente a la izquierda del segundo carril. Como en la metropolitana no hay arcenes, en ciertos sitios habían habilitado lugares de evacuación para emergencias. Tenían una cabina amarilla con un teléfono de emergencia desde el cual se podía contactar con la administración de autopistas. En aquel momento no había allí ningún coche parado. En el tejado del edificio que separaba aquel carril del carril contrario había un enorme panel publicitario de la compañía petrolera Esso. Consistía en un sonriente tigre que tenía en la mano la manguera de un surtidor de gasolina.

–El asunto es que ahí hay unas escaleras para bajar al nivel del suelo. En caso de incendio o de un gran terremoto, el conductor puede abandonar el coche y descender por ahí. Normalmente, la utilizan los obreros de mantenimiento de carreteras. Tras bajar por esas escaleras, hay una estación de la red Tokyu cerca. Si coge un tren, llegará enseguida a Shinjuku.

–No sabía que hubiera escaleras de emergencia en la metropolitana.

–Por lo general, nadie lo sabe.

–¿Pero no me meteré en un lío si las utilizo sin permiso, sin tratarse de un caso de emergencia?

El conductor tardó un poco en contestar.

–Bueno... No sé bien cómo funcionan exactamente las normas de la Corporación Nacional de Carreteras. Pero no va a molestar a nadie y, además, seguro que lo pasarían por alto. En general, en estos sitios no suele haber nadie acechando. En todas partes hay muchos empleados de la Corporación de Carreteras, pero todo el mundo sabe que en realidad hay pocos que trabajen.

–¿Qué tipo de escaleras son?

–Pues parecen unas escaleras de emergencia para incendios. Mire, como aquellas en la parte posterior de aquel viejo hotel. No son particularmente peligrosas. Tienen la altura de un edificio de tres plantas, más o menos, pero pueden bajarse con normalidad. Aunque ahora mismo en la entrada hay una verja, no es alta y puede saltarse sin problemas.

–¿Las ha usado usted en alguna ocasión?

No respondió. Tan sólo esbozó una débil sonrisa al espejo interior. Aquella sonrisa podía interpretarse de diferentes formas.

–Depende completamente de usted –dijo el conductor, dando golpecitos en el volante con la punta de los dedos al ritmo de la música–. A mí no me importa descansar aquí sentado, escuchando buena música. Como, por mucho que haga, no podemos ir a ninguna parte, no nos queda más remedio que resignarnos. Pero, si se trata de un asunto urgente, siempre tiene el recurso de emergencia.

* Aomame puede designar una variedad de soya o puede ser sinónimo de guisante. Soramame significa haba (Vicia faba); y Edamame, vaina de soya verde. (N. del T.)