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Ver día anteriorMiércoles 2 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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A tres años de su deceso, Maciel no ha muerto
M

arcial Maciel es el hombre que nunca debió existir. El pasado domingo, muchos legionarios tuvieron que celebrar su tercer aniversario luctuoso en la intimidad porque, como sabemos, ha sido desterrado de su orden y de la Iglesia. Su imagen desapareció por decreto y su nombre será pronunciado en voz baja, casi como un susurro, para que nadie más escuche, porque su nombre ahora es maldecido. Es el asesino solitario, el chivo expiatorio, que exime responsabilidades institucionales de la orden y es sacrificado para que la comunidad siga existiendo como en la prehistoria las colectividades arcaicas realizaban las inmolaciones. Maciel el esclavo del dinero, el cómplice del poder, modelo de desenfreno de adicciones y de patologías sexuales, es conducido a los oscuros rincones del olvido. Los legionarios, después de haberlo exaltado como un héroe y haberle rendido culto con veneración servil, ahora lo cosifican; ya lo querían santo y ahora se ven obligados a condenarlo al destierro de la memoria.

Por prescripción institucional, Marcial Maciel ha dejado de existir, porque sus actos jamás debieron haberse dado. Y ¿qué queda después del iconicidio ordenado por el Vaticano?, ¿qué lecciones ha dejado su paso pernicioso por la Iglesia y por el mundo? Se ha hablado tanto de él que se antoja seguir con desgano el consejo de Ciro Gómez Leyva: ya basta, ya déjenlo.

Efectivamente, estamos saturados de un personaje siniestro y malévolo; sin embargo, los silencios de la Iglesia y de las elites de la sociedad se siguen manifestando como un silencio cómplice. ¿Qué ha dicho la Iglesia católica, además de lamentarse de la vida licenciosa de este religioso? ¿Es que el caso Maciel no amerita una reflexión eclesial profunda por la jerarquía y de sus intelectuales? Se han registrado en los medios algunos tibios y esporádicos comentarios de algunos miembros de la jerarquía en los que apenas salpican el tema. Hasta ahora, el silencio ha sido la tónica de la jerarquía, como si Marcial Maciel no hubiera existido o, peor aún, como si se tratara de un accidente tan raro y exótico en la vida de la Iglesia que no ameritara un razonamiento. Creo que los obispos deben a la sociedad mexicana una meditación madura y sensata del caso, por la sencilla razón de que el escándalo de Marcial Maciel ha trastocado la vida, la autoridad y la credibilidad de toda la institución.

No existe una recepción local del caso. ¿La Iglesia católica mexicana está obligada a dar una explicación a la sociedad por el caso Maciel? No lo sé, pero sí creo prudente que una interpretación pastoral, y hasta teológica, sería un signo saludable de contrición. Yo quisiera preguntarles a los obispos qué piensan del modelo religioso que Maciel creó, el modelo empresarial llamado legionarios: ¿qué tan evangélico, señores obispos, es el personaje Maciel convertido en una máquina de hacer dinero? O la inquietud la formulo de otra manera: ¿qué tan evangélico es que una congregación en tan poco tiempo haya construido un imperio financiero que oscila entre 20 y 50 mil millones de euros? El silencio es encubridor, y a la postre implica cómo fueron los cómplices que quisieron acallar a las víctimas y ahora tienen una obligación moral y jurídica de dar la cara. Creo que el cardenal Norberto Rivera, en primera línea, tiene la exigencia no sólo de ofrecer explicaciones públicas, sino de pedir perdón. Porque Marcial Maciel fue su mentor, porque lo defendió ciegamente utilizando todo el peso institucional de su investidura; porque su actitud desorientó a muchísimos feligreses y porque afectó la vocación de personajes tan entrañables como Alberto Athié Gallo, quien tuvo, en medio de una crisis, que abandonar su vida religiosa.

Por ello es tan importante el libro que Carmen Aristegui ha producido, Marcial Maciel, historia de un criminal (editorial Grijalbo), porque Marcial Maciel es un espejo de nosotros mismos como sociedad. Los testimonios de sus víctimas, los diversos enfoques interpretativos, sean sociológicos, teológicos y hasta sicológicos, nos develan que las patologías de Marcial Maciel son las mismas de la sociedad mexicana, especialmente de sus elites económicas y de poder político. Muchos empresarios, políticos, servidores públicos, comentaristas y periodistas que lo defendieron ciegamente deben hacer su balance. Algunos, me consta, aun en privado han hecho una evaluación crítica. Otros siguen el ejemplo del cardenal y hacen como que la virgen les habla. Marcial Maciel no ha muerto; hay temas de verdad y de justicia aún pendientes, que van mucho más allá de la atención a las víctimas como recién lo anunció la congregación. “En mayo de 2010 –nos dice Aristegui en su libro– el Vaticano tocaba el asunto central de las complicidades y ahora abandona, sólo meses después, las responsabilidades de quienes participaron en ese contexto permisivo… Benedicto XVI terminó por caer en cuenta de que una investigación seria sobre encubrimientos o complicidades sería topar con su propia figura y la de su antecesor, Juan Pablo II, quien resultó ser el más grande protector de Marcial Maciel.” Si hay una apuesta por la desmemoria, la verdad tarde o temprano saldrá.