Opinión
Ver día anteriorMartes 11 de enero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La colgada, el ser y el tiempo
A

caso el aire frío hacía que su cuerpo semidesnudo se balanceara en el amanecer del último día de diciembre. Era, dijo un reportero, la condensación de un año lleno de violencia. Colgaba de una soga en un puente peatonal sobre Gonzalitos, una de las vías rápidas más transitadas de Monterrey.

Pronto se habló de la colgada. Fue ahorcada viva, según el dictamen forense. En vida se llamó Gabriela Elisabeth Núñez Álvarez. Un malestar estomacal determinó –injustificadamente– que fuera trasladada del penal de Topo Chico, donde purgaba una pena por el delito de secuestro múltiple, al Hospital Civil. El vehículo donde era trasportada fue interceptado y sus tripulantes, armados, la bajaron. Ahora ella fue la secuestrada. Durante cuatro días no se supo de la mujer hasta el hallazgo de su cadáver suspendido del puente. El resto puede ser sintetizado en un par de parlamentos. Los tomo, por aplicables a nuestra realidad, de Los vigilantes (The wire), la serie policiaca donde se libra una guerra contra el narcotráfico en territorio estadunidense.

–Cada uno de los actos de esta guerra es un acto de barbarie –dice la mujer policía.

–Es que esto no es una guerra –responde su colega masculino–. Las guerras tienen fin.

Contra la barbarie producida por el crimen organizado en un espacio cuyo punto de intersección comparten civiles y oficiales en nuestro país y en otros lados del planeta, ¿qué puede oponerse? Ya se ha dicho en todos los tonos: equidad económica y social, educación, honestidad y transparencia en todos los niveles y protagonistas de la función pública, una efectiva labor de inteligencia, jueces insobornables, un sistema penitenciario que no haga renacer, agigantado, el contexto delictivo extramuros.

Hay otras formas, marginales si se quiere, de echar distancia a la violencia y sus efectos: el terrorismo y el miedo climatizados. Una de ellas es la reflexión, que encuentra en la filosofía su mayor pulimento. Casi parecía exótico en los tiempos que vivimos y en un entorno cegado por el lucro, el consumismo, el futbol, la televisión y los juegos de azar, que alguien convocara a un seminario sobre el pensamiento de Martin Heidegger posterior a El ser y el tiempo, su obra cumbre. Pero cuando un centenar de personas se interesa por un ejercicio así lo exótico desaparece. Maestra de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León, y editorialista de El Norte, Alejandra Rangel consiguió esa asistencia al seminario dictado por el prestigiado filósofo francés Pascal David.

Ningún libro ha sido escrito –y será difícil que otro vuelva a escribirse con un título y un contenido tan vastos como abrumadores– en el que su autor, a lo largo de más de 500 de páginas, se haya ocupado de dos temas cruciales para la humanidad: el ser y el tiempo.

Miguelito de Atenas pregunta a Mafalda de Mantinea:

–Decí, Mafalda, ¿cuando nosotros nacimos, el mundo ya estaba aquí?

–Claro que sí, Miguelito, ¡no seas tonto!

–¿Y para qué?

Los griegos fueron los primeros en plantearse tan grave pregunta y de esa manera iniciaron la sustitución del pensamiento teológico por el pensamiento filosófico. ¿Qué es lo que es? ¿De qué está hecho el ser? ¿Desde cuándo? ¿Con qué sentido? Y de éstas se han derivado múltiples preguntas semejantes que hombres y mujeres no cesan de hacerse hasta nuestros días.

En su discurso con el que asume el rectorado de la Universidad de Alemania, Heidegger decía a los profesores y estudiantes universitarios: si queremos hacer ciencia propia es preciso situarnos “bajo el influjo del inicio de nuestra existencia histórico-espiritual. Este inicio es el surgimiento (aufbruch) de la filosofía griega”.

Sus críticos más indulgentes le pedían que se retractara de ese discurso donde, pleno de platonismo, hablaba de esencias: la esencia de la universidad, la esencia del pueblo alemán. En el contexto no dejaban de sonar a un destino manifiesto del que estaba inoculado el lenguaje del régimen nazi. No lo hizo. Pero su reflexión sobre el ser y el tiempo, que era semejante a una vía como la propuesta por Parménides para acceder a la verdad, a aquello que verdaderamente existe (el ser), tiene un valor de búsqueda. Doblemente arduo de seguir para los no filósofos –tanto por su difícil nomenclatura y sus correspondientes definiciones, como por sus traducciones al castellano–, compromete a repensar, por lo menos, en cómo a todas las interpretaciones filosóficas del ser (si inmóvil o cambiante, si material o etéreo, si lineal o dialéctico, si objetivo o subjetivo, si creado o inengendrado) subyacen intereses prácticos de orden económico y político.

En el centro del sistema filosófico de Heidegger está el hombre al que concibe como ser en el mundo (histórico): un ser interrogativo, el único que se pregunta por el ser de sí mismo. Y es esta preocupación la que hace de la suya una obra a la que vale la pena acercarse. Sobre todo si la expone alguien con una enorme cultura filosófica, lingüística y literaria como la del profesor Pascal David.

Ahora que casi sin excepción las grandes ciudades son escritas por la violencia (tomo la frase del título de una obra compilada por la trágicamente fallecida ensayista venezolana Susana Rotker), el pensamiento filosófico requiere de una política de Estado que la fomente desde el diseño mismo de los espacios urbanos. Las ciudades –y en este sentido Monterrey es ejemplar– no dejan lugar a la reflexión, a la meditación, a la lectura, al ágora. Hacinadas, obliteradas, ensordecidas, tumultuarias, bombardeadas de signos confusos, y ahora con el añadido de balaceras, persecuciones, linchamientos, ejecuciones indiscriminadas y espectáculos crueles como el de la mujer que fue ahorcada en medio de un escenario que magnificaba los alcances del crimen, vienen a ser moradas hostiles donde el miedo se torna pavor y la necesidad extremo peligroso.

Se habla del remedio educativo y de las grandes metas tecnológicas para asegurar la competitividad. Pero no se piensa en la ciencia y menos en la filosofía. La sabiduría de Heidegger, en este sentido, tiene plena vigencia: Toda ciencia es filosofía, lo sepa o lo quiera, o no.