Opinión
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Si de una carta se tratara
V

i una animación en la que se distingue el género de dos aves iguales en que la hembra no sólo pía, sino que no deja de piar. Se supone que se trata de una broma, tan inocente que sólo una mujer sin ningún sentido del humor se vería incapacitada para apreciarla. He oído discutir a psicólogos si en términos científicos es debatible que la mujer hable más que el hombre, y de hecho, y siempre que exceptúe mi caso de la muestra, yo misma lo he dudado. A mí me gustaría hablar y no dejar de hablar, pero, salvo ante un auditorio lleno, suelo pasar por muda, porque en compañías reducidas a mí lo que me sucede es que se me traba la lengua y permanezco callada.

Veo con verdadera añoranza a las amigas que platican (y platican) entre tazas de café o que sostienen largas conversaciones (larguísimas) por teléfono, yo nunca me he visto a mí en ninguna de estas instancias, no logro mantener una amistad porque no logro mantenerme conversando. Soy buena (y hasta muy buena) escucha, pero en una conversación escuchar no basta, implica a su vez hablar. Y además una cosa es comunicar y otra comunicarse. Y yo lo que quiero es comunicarme, como todo mundo, y hasta lo necesito, incluso quizá más que todo mundo. No me es nada fácil hacerlo, parecería que es algo que no se me da. Representa uno de los mayores problemas que tengo, el de la comunicación, específicamente, la oral. En todo caso, supongo que por eso escribo (y escribo).

El ratón me comió la lengua, me señalaban en la primaria, al grado de que por periodos la voz de veras se me va. En una de estas ocasiones, me encontraba con el especialista cuando al consultorio irrumpió otro médico que, al conocer el motivo de mi consulta, por gracioso sugirió a su colega que no me curara, ya que la mudez, alegó, era el estado perfecto de la mujer.

¿Se ha preguntado la sicología si la mujer escribe más que el hombre? ¿O si tiene más necesidad que el hombre de comunicarse o, si es así, por qué habría de ser como se supone que es? Resulta demasiado obvia la conclusión de que se debiera a que la mujer ha estado o ha sido callada durante más tiempo que el hombre, pero es una hipótesis. Todavía investigable o ya superada, no es la que a mí me interesa, sin embargo, pues no me explica por qué me envalentoné en una feria de libro el otro día y me valí de mi derecho al uso del micrófono para proponer al descuidado lector en el público que me escribiera una carta sobre la novela que le estaba presentando. Había recibido un puñado de cartas en este sentido, lo que me llenó de entusiasmo y me hizo reflexionar. Entre nosotros ha dejado de acostumbrarse que el crítico escriba crítica, y se estila aún menos que el lector común escriba una carta al autor al que lee, ni siquiera para aprovechar la encrucijada de manifestarse él, independientemente del autor o de su libro. Y si el escritor escribe porque es su forma de comunicarse y también porque quiere hacerlo (y no dejar de hacerlo), es igualmente cierto que necesita respuesta a su comunicación, porque en eso, en dar y recibir recíprocamente, consiste comunicarse.

Me oí formulando mi petición mientras otra yo me preguntaba cómo me había atrevido. No me dio tiempo de explicarme más, esperaba la carta que pedí para contestarla y entonces aclararme. Es que me es tanto más fácil escribir que hablar, y aunque escucho con la misma curiosidad y atención con las que leo, la verdad es que prefiero leer. Antes llenaba carpetas con los comentarios impresos que los críticos hacían de mis libros, que es lo que ahora empecé a hacer con el puñado de las cartas que he recibido. Las leo una y otra vez, y al contestarlas imagino que estoy platicando con una amiga, de ida y vuelta de una línea abierta de teléfono.

En otra oportunidad, en que asimismo contaba con derecho de uso del micrófono, me importuné ante el público al expresar el deseo de que me conocieran, atrevimiento igualmente nacido de los problemas que sufro de comunicación. Es una exigencia del escritor aspirar a darse a conocer a través de lo que escribe, agravada al esperar que lo lean para conocerlo, exacerbada al pretender que le escriban para seguir comunicándose con el lector. Cómo me atreví, me pregunto. Fui impositiva y pretenciosa. En todo caso, usé un método persuasivo equivocado, abrir la línea de teléfono, sin oído ni voz más que en uno de los dos extremos.