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Adrián Rodríguez García: la magia de luchar por lo imposible
D

e Saltillo no se puede platicar ni explicar sin mencionar a Adrián Rodríguez García, y mi vida, menos. Si Adrián no hubiera nacido, Miguel de Cervantes Saavedra lo hubiera inventado. El alma del original del Quijote deambula por las calles y avenidas saltillenses.

Adrián fue un activo y apasionado militante de la Raza Cósmica. Cuando Vasconcelos se exilió, Adrián, como muchos otros, sólo esperaba su llamado de guerra. El joven heredero de una pequeña fortuna no aceptó su silencio y en un discurso en la plaza de armas ocupó la presidencia vitalicia de la república, dictando el decreto Alimentos directos gratis para todos. El mitin en el principio no había sido tan concurrido, pero Adrián, como otras docenas de jóvenes vasconcelistas, tenía su cartel, que creció luego de que recibieron en su campaña al abanderado de la revolución cultural mexicana, que fue frustrada, en un país donde el civilismo era apenas un embrión en un vientre militarizado.

Pero el público aumentó cuando Adrián mandó traer a todas las fritangueras de los alrededores. Frente al hotel Rodríguez ordenó: ¡Que todo el que pase coma lo que quiera, hasta hartarse. Yo pago! Adrián recorrió la calle entre aplausos, felicitaciones y agradecimientos. Doña Dolores García de Rodríguez, aunque al principio se quejó, con su amor de madre escuchó la voz apasionada de su hijo: Ocupar la presidencia vitalicia de la república bien vale cualquier gasto. Además, tú, como buena cristiana, estás obligada a dar a comer al hambriento. ¿Qué no?

No faltaron quienes lo criticaron, lo previnieron de su segura bancarrota. Para ellos acuñó la frase que lo haría célebre: Los pendejos no opinan. Desde los días de su toma de posesión, Adrián anduvo vestido con frac y una banda tricolor cruzada al pecho. Hizo pintas promoviendo el Partido Adrianista y dio a conocer el Frente Único de Ciudadanos no Votantes. Y así fueron surgiendo sus creaciones: La Columna Universal de la Paz y, sobre todo, su querida Universidad Universo.

Yo lo conocí una noche de 1971 en que salí a platicar con los amigos que llegaban a la esquina de Victoria y Obregón. Se acercó un tipo con un viejo saco deslavado, un sombrero arrugado, un ramo de flores en una mano y con las bolsas del saco llenas de papeles. ¿Quién de todos ustedes sabe dibujar?, preguntó, y su voz grave e impositiva hizo que todos volteáramos a verlo, pero nadie le hizo caso. Ante nuestra indiferencia, Adrián ordenó: ¡Cuádrense, que ya llegó el ciudadano economista non, rector de la Universidad Universo! Y me señaló: Tú sabes dibujar. ¡Saca un papel, que tenemos que hacer un manifiesto! Yo conteste divertido: Los papeles los tengo en mi casa. ¿Y qué esperas? Muévete, tarugo, me dijo.

Como ninguno teníamos nada que hacer en ese momento, decidí seguirle el juego y fui a mi casa y saqué un block y un bolígrafo. “Escribe –me dijo– con letra grande y buena: ‘Ciudadano presidente de los Estados Unidos. Por este conducto ordeno alimentos directos gratis. Niños sol. Máxima autoridad. ONU. Los emplazo, concediéndoles 72 horas a los que se crean contrarios. Rúbrica.’”

Cuando terminé de escribir le acerqué el papel. Lo leyó, pidió la pluma y lo firmó lentamente con letra manuscrita. Luego lo enrolló y se despidió diciéndome: Está bien. Voy a enviarlo por hilo directo para ordenarle al pendejo de Echeverría que deje la Presidencia que está usurpando, porque es de mi propiedad. Yo soy el único presidente de México reconocido por la ONU ¿O qué?, espetó. Le contesté: Lo que tú digas. Entonces se rió y me dijo con bonhomía: Desde hoy somos aliados. Pero recuerda: acata mis órdenes

El fin del año del 83, sin uvas, ni vino, ni regalos, ni nada, comiendo frijoles con yogurt y té de canela, nos la pasamos él y yo solos, en mi departamento de la General Cepeda. Adrián se baño, como siempre lo hacía, la ropa que traía había que tirarla, y le presté ropa limpia para que se vistiera, aunque no era de su talla pero más o menos le quedaba. Recuerdo que se puso una camisa de cuadros verdes, un pantalón de mezclilla, y se durmió en un sofá-cama que tenía en la sala. Antes de dormirse me giró instrucciones, para estar alerta ante un eventual ataque sorpresa de la pirata Margaret Thatcher, gobernante de Inglaterra e invasora de las islas Malvinas. En la mañana del día primero de enero, tomó un poco de café y con un frío que calaba hasta los huesos, salió de mi casa, con el propósito de desagraviar al Cristo Rey de la Catedral, ya que enfrente, o sea en el palacio de gobierno, despachaba el diablo José de las Fuentes Rodríguez.

Adrián murió como mueren los guerreros, es decir, en el centro del combate. La plaza de armas fue desde siempre el centro de sus arengas políticas. Allí estaban sus molinos de viento. Tenía, según él, varios años en huelga de hambre en ese lugar, por lo tanto era injusto que muriera en otro lugar. Falleció en la plaza de armas el 14 de enero de 1984, víctima de un paro cardiorrespiratorio.

Cuando murió, yo estaba en Torreón porque días antes había nacido mi segunda hija. Cuando supe de su muerte viajé a Saltillo, pero no alcancé ni a velarlo ni a nada, lo sepultaron en un fosa común. Fui a preguntar al DIF por el cuerpo y me entregaron la camisa verde de cuadros y el pantalón de mezclilla que días antes se había puesto en mi casa, junto con los papeles, axiomas, panfletos, cartas, telegramas y algunas monedas; los abracé con un sentimiento que no me cabía en el alma, me fui a la colonia Pancho Villa atrás del cerro del pueblo y me dormí casi de madrugada en la casa de Julián Espinosa Tapia, viejo amigo mío al que le faltaba un brazo pero le sobraba corazón. Me prestó una cobija y me enrede en ella junto con la inmensa soledad que me acompañaba.

El día que el murió, murió algo dentro de mí, pero como herencia me dejó lo mejor de su vida. La magia del sueño de luchar por lo imposible.