Opinión
Ver día anteriorDomingo 12 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

El milagro

L

a Capitana nunca ha ocultado su oficio; sin embargo, para su visita anual a la Basílica renuncia a la ropa escandalosa, la bisutería y el maquillaje. Lejos de ocultarlos, el exceso de rímel y carmín acentúan los estragos causados por 47 años de trabajar en las calles. Con la cara lavada, confía en que la Virgen de Guadalupe la reconozca como quien es: Elsa.

Empezó a prostituirse a los l4 años. Está orgullosa de seguir teniendo clientes a la edad en que muchas de sus compañeras renunciaron a sus puestos en los alrededores de la terminal, junto a la ostionería de Eusebio o a las puertas del hotel Miramar. Elsa no ha vuelto allí. Si lo hiciera sentiría que traiciona a Lulú, su mejor amiga y quien la apodó La Capitana. Rentaban cuartos de azotea en el mismo edificio y juntas emprendían aventuras divertidas. La última fue tatuarse las cejas en un salón de belleza improvisado con lonas y varillas ente hileras de puestos ambulantes.

Por marcarles dos líneas negras en el arco de las cejas les cobraron 150 pesos. A Lulú le pareció muy caro. La cultora de belleza le aseguró que el gasto valía la pena porque el tatuaje iba a durarle, cuando menos, tres años. Fue cierto. El día en que enterraron a Lulú, acuchillada por un cliente ebrio en el hotel Miramar, seguían nítidas las líneas negras que protegerían sus ojos cerrados para siempre.

Durante los minutos que logre estar frente a la imagen de la Guadalupana, Elsa rezará por el eterno descanso de Lulú. Y también por Eduarda y Josefina. Achacosas y resentidas, viven en un asilo. Cada vez que las visita ellas le aseguran que son muy felices, que encontraron la paz, que si no ha pensado… ¡No! Dejar las calles ni en sueños y muchos menos irse a vivir a su sitio en donde todo el mundo duerme, espera o recuerda.

II

Elsa, La Capitana, vive en un presente perpetuo y sólo quiere recordar una cosa: en dónde la dejó mamá Delfina aquel l2 de diciembre. Sabe que fue en el atrio de la Basílica, en un pretil o en un escalón. Desde allí podían ver al pajarero y oír las órdenes que les daba a tres canarios amaestrados: “A ver, Cachito, dispare el cañón.” Nino, sea cortés y quítese el sombrero.Estrellita: elija tres sobres y entrégueselos a la señora para que conozca su futuro.”

Elsa le pidió a mamá Delfina dinero para que los canarios le revelaran el porvenir. Ella le contestó que después, cuando regresara de un mandado, y le ordenó que no se moviera de ese sitio hasta que ella volviera. Nunca lo hizo. Cuando aún era niña, tratando de explicarse el abandono, Elsa llegó a la conclusión de que mamá Delfina no había regresado para evitar que los canarios le revelaran lo que le esperaba.

Pensándolo bien, tal vez en aquel momento aún no estuviera definido su futuro. Quizá, de no haberse visto en el desamparo, Elsa habría logrado alcanzar sus sueños: seguir estudiando, convertirse en maestra, casarse, tener hijos que la quisieran tanto como ella a mamá Delfina.

Elsa la llamó siempre así –mamá Delfina–, a sabiendas de que no era su madre biológica. De ésta sólo sabía el nombre, Julia Domínguez Hernández, pero no la recordaba porque a los dos años la dejó encargada con su prima Delfina mientras ella conseguía trabajo en el norte. Sólo con Lulú habló de la tristeza que la embargaba cuando su protectora le decía: No te desesperes, mi niña. Ya verás que si se lo pedimos a la Virgen, ella te hará el milagro de que tu madre vuelva por ti.

A Elsa la horrorizaba la posibilidad irse a vivir con una absoluta desconocida y alejarse de mamá Delfina. Por eso, cuando se hincaban juntas para pedirle a la Virgen el milagroso retorno de Julia, Elsa alteraba mentalmente la súplica: Que no venga por mí. Que se quede lejos y nunca aparezca.

Los únicos recuerdos bellos que Elsa atesora pertenecen a los años que vivió junto a mamá Delfina. Por desgracia, se pulverizan cuando tiene que aceptar que ella la abandonó un l2 de diciembre, en el atrio que visita cada año y donde ahora se encuentra. El sitio poco tiene que ver con aquel que evoca oloroso a copal, repleto de visitantes entre los que destacaba el hombre del destino, como llama al pajarero cuando piensa en él: “A ver, Cachito, quítese el sombrero…”

III

La multitud que invade el atrio se aparta para dejarle paso a una anciana que avanza de rodillas dejando atrás la huella roja de su sangre. Elsa la sigue. Se detiene cuando la penitente lo hace para golpearse el pecho y ofrecerle a la Virgen su sacrificio. Poco antes de llegar a las puertas de la Basílica la mujer se desploma. Se oyen gritos. La gente se arremolina, pide ayuda. Aparecen dos voluntarios. Uno pregunta: ¿Hay aquí algún familiar de la enferma? Elsa va a decir que la anciana iba sola, pero antes de que pueda hacerlo le ordenan: Véngase con nosotros a la ambulancia.

Cuando menos lo piensa Elsa se ve en el interior del vehículo, sentada junto a la anciana que balbucea frases incomprensibles. Mientras el paramédico vigila el goteo del suero, le pregunta si la enferma había padecido otros ataques. No sé. No la conozco. Yo fui a visitar a la Virgen. Cuando pueda, me gustaría bajarme.

La anciana extiende la mano y aferra la de Elsa. El contacto le devuelve la imagen de Lulú bañada en sangre, preguntándole si creía que iba a aliviarse. Claro que sí, chaparrita, ¡claro que sí! Y si no, te juro que me las pagas. En aquel momento Elsa quiso reírse para infundirle valor a la moribunda, pero no pudo. “Ahí te encargo…”, murmuró Lulú. ¿Qué cosa? ¿Qué me encargas? No hubo respuesta.

La ambulancia entra en el hospital por la rampa de emergencias. Se abre la puerta y los camilleros aparecen. ¡Cuidado con el suero!, dice el paramédico que se adelanta hacia un pasillo de paredes lustrosas. Elsa lo sigue hasta un cubículo formado por telas blancas. Déjenos un momento, le ordena una enfermera y ella sale al pasillo oloroso a desinfectante.

Nadie la ve ni le pregunta nada. Puede caminar hasta la calle y volver a la Basílica para agradecerle a la Virgen los favores recibidos, rogarle por el eterno descanso de Lulú y pedirle un milagro imposible: que en su visita anual pueda encontrar a mamá Delfina. Han pasado muchos años desde la última vez que la vio frente al hombre del destino, pero confía en que el tiempo de convivencia y el cariño que le profesó le permitan reconocerla y preguntarle por qué la abandonó. Eso sería todo.

IV

¿Usted viene con la señora? La pregunta sorprende a Elsa. Antes de que logre responder le indican que bastará con que su enferma descanse un poco para que pueda llevársela. ¿Yo? El médico se aleja sin contestarle y ella entra en el cubículo.

Sobre la estrecha cama descansa la anciana. La bata desechable que la envuelve deja al descubierto sus rodillas heridas. En un banco están sus ropas, las medias sucias de sangre y una bolsa de plástico anudada. Al oír pasos la mujer abre los ojos y le implora: Que no vayan a dejarme aquí. Necesito terminar mi penitencia y pedir perdón.

Elsa siente curiosidad por adivinar de qué puede arrepentirse una anciana desvalida y sola que al parecer la necesita. ¿Tiene familia? ¿Quiere que llame a alguien para que venga por usted? La anciana niega con la cabeza y le pide un favor: Abra la bolsa y deme la pastilla que traigo allí. Es para la presión.

Elsa se conmueve ante el contenido de la bolsa: dos boletos del Metro, un billete de 20 pesos, un trozo de papel sanitario que envuelve la pastilla y una credencial de elector. Lee el nombre –Julia Domínguez Hernández– y siente un golpe en el pecho, como cuando era niña y mamá Delfina le mencionaba la posibilidad de que su verdadera madre regresara a buscarla.

Temblando, pone la pastilla en la mano de la anciana y huye con la sensación de que sus falsas plegarias infantiles fueron castigadas. Recobra la calma en cuanto se suma al río de gente que se encamina a la Basílica, muchos para pedirle ayuda o misericordia a la Virgen; ella para reclamarle que le haya hecho el único milagro que nunca le pidió.