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Cuestionamientos a la beatificación de Juan Pablo II
A

menos de seis años de su muerte, el Vaticano muestra prisa para beatificar a Juan Pablo II. Por lo general, estos procesos canónicos toman tiempo y son concretados por otras generaciones que evalúan con mayor objetividad las virtudes espirituales, acciones y trayectoria de las causas. Por ejemplo, hemos sido testigos de intensos debates en torno a la trayectoria de Pío XII. Hay dudas sobre su postura frente a la barbarie nazi contra la comunidad judía; esta actitud de revisión crítica sería impensable a pocos años de su muerte, pues habría sido protagonizado sin la debida objetividad ni distancia por sus contemporáneos. ¿Usted se imagina el ruido de la beatificación de los llamados mártires cristeros hecha en los años treinta, a tan sólo unos años de la guerra? El tiempo y la circunstancia son claves en estos procesos de indagación. Sin embargo, llama la atención la premura del proceso canónico de beatificación de un pontificado como el del papa Wojtyla, tan largo, cerca de 27 años, que atraviesa diferentes ciclos históricos, lleno de matices, claroscuros y crisis internas. Es claro que el mediático personaje ha sido querido en extremo, tan carismático y emblemático que justificaría una especie de fast-track, como el que se hizo con la madre Teresa de Calcuta. Pero no hay que olvidar las críticas al polémico arrebato de canonización que santificó, indebidamente para muchos, a Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, quien falleció en 1975, beatificado por Juan Pablo II el 17 de mayo de 1992 y canonizado el 6 de octubre de 2002.

Recuerdo bien los soberbios funerales del papa Juan Pablo II, Roma mayo de 2005. Vimos cómo un nutrido grupo de jóvenes exclamaba: ¡Santo súbito! Se quería recuperar una vieja tradición de la Edad Media, en la que la muchedumbre de creyentes podía incidir y elevar a los altares a ciertos personajes idolatrados. El caso Maciel y el lodo que ha envuelto a los legionarios de Cristo han salpicado la causa de beatificación de Karol Wojtyla, sobre todo después de este año fatídico de crisis planetaria en la Iglesia católica por abusos sexuales. Y es precisamente desde México donde se colocan los mayores reparos al proceso del papa Juan Pablo II, país tan significativo para el pontífice, porque es el lugar de origen de la tan polémica congregación religiosa. Sobre el tema han aparecido en estos días libros de dos periodistas reconocidas que abordan el tema desde enfoques opuestos. Me refiero al libro de Carmen Aristegui, Marcial Maciel. Historia de un criminal, de la editorial Grijalbo, y el otro firmado por Valentina Alazraki, La luz eterna de Juan Pablo II, editorial Planeta. Esta última no esconde su admiración y veneración a Juan Pablo II y, con vehemencia, trata de demostrar que fue engañado tanto por Maciel, por la estructura de los legionarios, como por sus más cercanos colaboradores. El reiterado apoyo de Juan Pablo II a Marcial Maciel fue gracias a un sistema Maciel, así llamado por la autora, un sistema de ocultamiento y encubrimiento dentro y fuera del Vaticano. Pone de ejemplo el caso de Justo Mullor, nuncio apostólico en México 1997-2000, quien reportó las primeras acusaciones contra el pederasta hasta convertirse en una amenaza y por ello fue promovido a la academia pontificia, como los propios legionarios se ufanaron.

Las entrevistas recogidas por Carmen Aristegui, en cambio, son contundentes e implican de manera categórica al pontífice polaco. Jeff Anderson, abogado con 25 años de litigios de pederastia clerical, es rotundo: “Creo que no hay duda de que Juan Pablo II –a pesar de lo bueno que fue como Papa– sí protegió a Maciel” por su influencia y los recursos que aportaba al Vaticano. Jason Barry, reconocido periodista pionero en las investigaciones sobre los abusos de Maciel, considera que el apoyo al fundador de los legionarios es la mayor falla que tuvo como Papa; mientras que Alberto Athié, después de narrar su periplo sufrido a manos de Norberto Rivera, sostiene que el encubrimiento a Maciel fue estructural. Efectivamente, el Papa no creyó en su momento las denuncias sobre abusos, probablemente acostumbrado en Polonia a las falsas acusaciones contra la Iglesia por el Estado antagónico. Un complot contra la Iglesia, tesis que sigue utilizando la vieja guardia de la curia romana. Los hechos muestran que Maciel recibió de Juan Pablo II un apoyo sistémico y atención, no sólo él, otros pederastas célebres, como el caso de Hans Hermann Groer, purpurado de Viena. Su sucesor, el cardenal Shoenburn, reclamó airadamente a Angelo Sodano, secretario de Estado, haber frenado las investigaciones que a la postre habrían evitado escándalos mayúsculos. También está el caso del arzobispo de Poznan, Juliusz Paetz, violador de seminaristas, quien recibió el apoyo y ocultamiento de Stanislao Dziwisz, secretario particular de Juan Pablo II. Si el secretario de Estado, el secretario personal, el jefe de prensa Navarro Valls, y por Talavera sabemos que también el propio Ratzinger, responsable de la Congregación de la Fe, sabían, difícilmente puede admitirse el desconocimiento de la máxima cabeza de la Iglesia. En una estructura tan piramidal y autocrática como la Iglesia, resulta inverosímil que la máxima autoridad del andamiaje clerical estuviese ajena a asuntos tan delicados como las denuncias a Maciel.

En ese sentido Valentina, embelesada en su admiración al pontífice, deja ver cómo Maciel y la Legión de Cristo compran voluntades en las altas esferas del Vaticano, por los sobres con dinero, los favores, los regalos, las fiestas, los apoyos logísticos con autos y personal de apoyo. Es decir, se suma a las filtraciones de algunos legionarios que ha retomado el National Catholic Report, esto es, corrupción al más alto nivel de la propia curia de Juan Pablo II; y como jefe de Estado, el Papa tiene una indudable responsabilidad. Siguiendo a Marco Politi, estos personajes le deben una explicación pública a la feligresía y a la sociedad. Yo agregaría a esta larga lista al cardenal Norberto Rivera. Cuál es la prisa, la verdad nos hará libres.