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Toros

Ante un manso de Campo Real ligó entre 12 y 16 muletazos por alto sin mover los pies

Perera, inventor de la nueva geometría taurina

Poco más de 10 mil personas asistieron ayer a la México

Zotoluco y El Payo, perdidos

Foto
FORCADAS QUERETANAS, EN PACHUCA. Como un homenaje a la mujer, la tarde de ayer en la Monumental Plaza de Toros Vicente Segura de Pachuca, Hidalgo, se presentaron mujeres novilleras de la escuela taurina hidalguense Jorge Gutiérrez, así como la rejoneadora de Atitalaquia, Gaby Satarain, acompañada por el grupo de las Forcadas Queretanas (en la imagen), y las toreras Lucia Carrión, de España, y Paola San Román, de Querétaro, con novillos de la ganadería de Heriberto RodríguezFoto Notimex
 
Periódico La Jornada
Lunes 6 de diciembre de 2010, p. a50

Si Pablo Hermoso revolucionó el toreo a caballo manejando sus corceles como capotes y muletas, ahora las nuevas figuras españolas empiezan a hacer lo propio al darle nuevos usos y costumbres a esos trapos. Alejandro Talavante, el domingo pasado, presentó su deslumbrante interpretación de la arrucina. Ayer, Miguel Ángel Perera dio a conocer una nueva geometría de la lidia.

Ante el segundo de la infumable mansada de Campo Real –hierro queretano que cría reses de desecho–, Perera ligó verónicas, tafalleras, gaoneras, caleserinas y revoleras, en ese orden, dentro de un mismo quite, y luego con la sarga en la diestra repitió la receta, con pases por alto y de pecho, sin mover los pies de la arena.

¿Cuántos muletazos consecutivos pegó de tal suerte? Anoche los exaltados decían que 12 y los eufóricos que 16. El secreto de la nueva geometría taurina, según esto, consiste en que el cuerpo del diestro se clave en el piso como la aguja de un compás, y que sus brazos, prolongados por capote o muleta, lleven y traigan al toro como un lápiz que dibuja figuras concéntricas en torno de su inmóvil cintura.

Durante la quinta función de la temporada de invierno 2010-2011, a la que acudieron algo más de 10 mil espectadores y dos matadores mexicanos que ya no tienen futuro en la fiesta –Eulalio López El Zotoluco y Octavio García El Payo, ambos uniformados de rojo y oro, y sobrados de valor pero carentes de recursos–, Perera derrochó clase, sitio, sello y un poderío tan rotundo que terminó por quitarle emoción a su faena ante un bicho que a lo largo de los tres tercios fue desarrollando una patética mansedumbre.

Se llamaba Quita Penas, era muy bonito –cárdeno oscuro, bragado, caribello, culibello, calcetero, rabilargo, cómodo de cabeza y alegre, a pesar de su sangre de vaca de ordeña–, y desde los primeros lances de capa de Perera no ocultó que no deseaba estar ahí, sino en su rancho, o en una asociación antitaurina. Ratificó su nula casta cuando el picador le abrió un ojal en el morrillo: se quedó quieto, cerrando los ojos, como hacemos los humanos coyones cuando nos ponen una inyección.

Se alejó del caballo con gran alivio y fue entonces cuando Perera lo citó desde los medios, a pies juntos, meneando las nalgas para atraerlo hacia ellas, y se lo zumbó en cuatro tafalleras cambiándole el viaje a la hora de la reunión, para echarse el capote en seguida a la espalda y ahora templarlo y mandarlo por gaoneras, dos por la diestra, dos por la zurda, y culminar la serie con una caleserina y una revolera que enloqueció, incluso, a Mariana Garibay, que nunca había ido a los toros, pero que aplaudía, igual que su hermana María Teresa, golpeándose las manos hasta que se le zafaron los anillos... o los tornillos.

Cumplido el trámite de los reguiletes, Perera, que vestía de mousse de mamey y oro con ribetes negros de pasamanería, hizo lo que ya se dijo: con la muleta en la derecha y citando de largo intercaló cinco pases por alto con cinco de pecho sin mover los pies, y luego se llevó al aterrado cuadrúpedo a una zona donde soplaba menos el aire, para torearlo en dos tandas de derechazos muy templados, aunque abusando del pico, y eso fue por desgracia casi todo, pues cuando cogió el palillo con la zurda para bordar en redondo por naturales, el peludo se dio a la fuga, enfriando los ánimos, pero el europeo fue por él y cobró una estocada trasera y en lo alto.

Sin vacilación, los pañuelos de aficionados y villamelones, en apretada mayoría, incitaron al juez a sacar los suyos. La faena era para una oreja pero le dieron dos. Luego, poco a poco, la tarde se hundió en las sombras entre cervezas, gritones ocurrentes y bostezos, muchos bostezos.