Opinión
Ver día anteriorLunes 15 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Guerra antinarco y conflictos bilaterales
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a frontera entre Nicaragua y Costa Rica, zona de diferendos territoriales históricos, ha vuelto a calentarse. En días pasados, con el argumento de combatir a la delincuencia, Managua envió tropas a un punto de la zona en disputa, en el río San Juan. Costa Rica apeló a la Organización de Estados Americanos (OEA) y ésta emitió un exhorto que pide moderación a las dos partes y evitar la presencia de fuerzas de seguridad en la región.

El presidente nicaragüense, Daniel Ortega, rechazó la toma de posición y al criticar el papel desempeñado por el gobierno mexicano en la resolución afirmó que México es un país infestado de narcotráfico y que la postura de la OEA beneficiaba a los delincuentes dedicados al trasiego de droga. En respuesta, la cancillería mexicana envió a Managua una nota de protesta por los dichos de Ortega.

Independientemente de las razones o sinrazones de las partes involucradas, el incidente hace necesario reflexionar sobre los riesgos de la aplicación de una política antidrogas predominantememente represiva y militarizada en una región cuyo mapa está marcado por conflictos territoriales bi o trilaterales.

En efecto, los reclamos relacionados con fronteras y demarcaciones son moneda corriente en Latinoamérica, y en no pocas ocasiones han desembocado en guerras de distinta intensidad: desde la que protagonizaron Chile, Perú y Bolivia entre 1879 y 1883, hasta las escaramuzas escenificadas el siglo pasado por Ecuador y Perú (1981 y 1995). A lo anterior han de agregarse las tensiones militares fronterizas generadas por el pasado gobierno colombiano –alineado con las tendencias injerencistas de Washington– con Venezuela y Ecuador.

Si bien el surgimiento en Sudamérica de gobiernos progresistas, soberanos e integracionistas ha permitido bajar el nivel de los diferendos referidos, y encauzarlos por la vía de las negociaciones pacíficas, la internacionalización de los fenómenos delictivos introdujo un factor adicional de peligro de confrontaciones bélicas.

En tal circunstancia, y ante la innegable internacionalización de los fenómenos delictivos, las guerras contra las drogas, como las emprendidas por los gobiernos de México y Colombia, conllevan el riesgo de mezclarse con los diferendos señalados, o de ser empleadas como coartada hostil contra otros países, o incluso de crear los escenarios para que la delincuencia organizada fabrique elementos de confrontación binacional. Por otra parte, tales guerras propician procesos de acelerado armamentismo que, si bien dirigidos en un principio al combate a la delincuencia organizada, tarde o temprano terminan por incrementar las tensiones bilaterales. En la lógica de la militarización contra la criminalidad internacional se vuelve probable, por ejemplo, que las tropas de un país, empeñadas en la persecución de delincuentes, allanen el territorio soberano de una nación vecina, lo que podría traducirse en colisiones de índole diplomática o incluso peor.

Los hechos comentados constituyen un argumento adicional para demandar un cambio de fondo en el combate al tráfico de estupefacientes, que por su propia naturaleza es un fenómeno continental, y encarar esa tarea a partir de nuevos paradigmas.