Opinión
Ver día anteriorJueves 11 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Giro a la derecha
L

a crisis financiera que siguió a la explosión de la llamada burbuja inmobiliaria dio lugar a la recesión de la economía mundial, cuyo desenlace aún está por verse. A pesar de los informes optimistas, lo cierto es que aún priva la incertidumbre en los mercados y la débil recuperación registrada en algunos países está lejos de revertir las terribles condiciones a las que fueron reducidas millones de personas en el mundo. El sistema capitalista, que había seguido religiosamente las pautas de las teorías neoliberales convertidas en una suerte de ideología universal, en un pensamiento único pretencioso, tan excluyente que no reconoció rivales capaces de sustituirlo, parecía, con la recesión, sacudirse en sus propios cimientos, prefigurando el paso a la construcción de la hasta ahora inexistente alternativa. La cadena de hechos que llevaron a la caída subrayó la irracionalidad del libre juego económico planetario dominado por los intereses del gran mundo financiero, poniendo así en entredicho el resto de los valores que se había asumido como inmutables por los intérpretes y voceros de revolución neoliberal. El malestar, la irritación social y el descubrimiento tardío del engaño abrieron las compuertas a la protesta social contenida durante los años de irrestricta aplicación de las viejas recetas.

Una gran corriente progresista despertó esperanzada en la posibilidad de un cambio de fondo en el curso del sistema global, comenzando por Estados Unidos, protagonista y víctima a su vez del experimento neoliberal. Keynes volvió por sus fueros e, incluso algunos, excitados por la magnitud de la crisis, soñaron con el derrumbe del capitalismo como un destino posible; otros consideraron viable una reforma inspirada en las políticas rooselveltianas para reconstruir la economía y el viejo estado de bienestar que las políticas neoliberales consideran una aberración. Sin embargo, como ha escrito el maestro David Ibarra, aunque la crisis cuestionó los fundamentos mismos del paradigma vigente, lo cierto es que una vez asegurada la intervención imprescindible del Estado en la búsqueda de un camino transitable, “el meollo de las acciones de emergencia se orientaron al apuntalamiento de las instituciones –bancos, intermediarios financieros, empresas– dañadas, más que a sanear la economía de las familias, donde se concentran las pérdidas inmobiliarias, el deterioro de las pensiones, el desempleo, la caída de la demanda”. En otras palabras: la reforma prometida se quedó a medias, impotente para revertir los efectos desastrosos de la recesión sobre el empleo y, en general, las condiciones de vida de millones y millones de personas en todo el mundo. Ya no es posible volver a la fase anterior, pero la solución –pensada en términos de equidad y justicia– tampoco está a la vista. Y cito de nuevo a Ibarra: “Los desacuerdos de los países líderes dificultan la solución a una recuperación mundial manifiestamente débil, en riesgo de revertirse por la prevalencia de desempleo e informalidad altos –casi crónicos–, deficiente demanda agregada, desórdenes fiscales y desajustes financieros múltiples, así como por el resurgimiento del proteccionismo, marcado por manipulaciones cambiarias, en los hechos, competitivas. El dólar casi inevitablemente seguirá devaluándose y la misma existencia del euro pudiera estar en riesgo. La crisis va para largo, lo que se recupera son las utilidades y bonos de los grupos financieros”. En definitiva, se ha roto el universalismo paradigmático anterior, mientras resaltan los particularismos nacionales.

Si la acción negativa de la crisis es visible en el plano social por la pérdida de cohesión, en el terreno de las ideas dominantes sus efectos no han sido menos corrosivos. La mitología neoliberal, acrecentada durante el procesos de globalización como una forma de pensamiento único, se funde en algunos países con las peores tradiciones de la derecha. Junto al individualismo, que hace del Estado su enemigo a vencer, se promueve una suerte de comunitarismo agresivo fundado en la exclusión de los otros, sean éstos inmigrantes o minorías, así como una ideología que justifica la perpetuación del grupo privilegiado, lanzado al rescate de lo que sin discusión considera su propiedad irrenunciable. Hemos sido testigos del resurgimiento de la xenofobia en Italia y Francia bajo la cobertura legal; de la agresividad contra los latinoamericanos en el país del norte; de la creciente marea derechista que toma del arsenal de la guerra fría la estigmatización como fórmula de adoctrinamiento, ahora mediante el poderío de los medios patrocinados, sin rubor, por los grupos oligárquicos que pretenden asegurarse el dominio político y no sólo el económico. Una ojeada a las elecciones más recientes en Estados Unidos ilustra, como si fuera la página arquetípica de un viejo manual marxista, la subordinación de las ideas dominantes a los intereses materiales de grupos reconocibles. Se advierte cómo en ese país la legislación aprueba, legitima, la irrestricta inversión privada en las campañas electorales, de modo que la transferencia de tales recursos se convierte, más allá de las potenciales virtudes de candidatos o partidos, en un factor determinante en la operación de la aún así llamada democracia. En ciertas regiones y países, como España (o México, para no ir más lejos) las fuerzas de la derecha reciben el aliento nada discreto del Vaticano en temas de interés capital, como son todos aquellos referidos a la moral pública o la naturaleza de la familia de hoy, en los que su actitud difiere en las formas pero no en el carácter excluyente de otras confesiones religiosas que también se erigen como muros conservadores que impiden el progreso universal.

Es evidente que no estamos al final del camino tras la recesión sino en medio del túnel. El futuro apenas se advierte bajo los prejuicios. Es hora de entender las señales y volver a la crítica del capitalismo.