Opinión
Ver día anteriorLunes 8 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Acelerador de partículas
C

orrí y corrí para evitar que me alcanzara el despertar en el lado real, para seguir soñando. Uno se aferra, como a una almohada que por nada soltarías. Y robas unos metritos más, flotas en la ensoñación que mantiene algún vínculo con el sueño, allá. Un dejo. Su aroma. Sabes que al menor descuido te volverías a clavar, todo jetón, para recuperar el hilo. Dame un poco más de noche, cinco minutos, anda, pedíamos al despertador en la adolescencia, refocilados en la dimensión desconocida.

Como todo ángel de Rilke, los sueños son terribles. No tienen por qué ser piadosos. Nuestra opinión no cuenta. (En este, ahora yo resultaba ser otro. Uno que a la sombra de la acacia pudo guarecerse del silencio que se filtraba por donde no y revolvía las cosas sin decoro, hecho un necio. El don del habla parecía erradicado en la comarca entera, y ni quien lo echara de menos. Todos éramos callados cómplices. Vino el viento a meterle un calambre al habla, le sedujo a morir la sombra, y esta tembló con ansiedad de loca. El silencio tuvo miedo y se detuvo.)

Ahora parece que sí, ya despierto. Me demoro volviendo en mí. Dejo atrás al otro. Caigo en el espacio y a mis lados caen gallinas, platos llenos, herramientas, espejos, un mundo en picada, sillas, edificios, rostros queridos, bibliotecas podridas, aguas de marzo. La caída, libre al igual que la lluvia, me adormece la sensación del vértigo. Caemos como las pertenencias que alguien arrojó por la ventana con despecho. No queremos estrellarnos contra el suelo. Oponemos resistencia. Nos valemos del recobrado don de habla, pero lo desaprovechamos. Decimos necedades en voz alta, inconscientes de que es nuestra última oportunidad, estamos a un tris de despertar de veras. Nos aferramos, por ejemplo, a un abrazo deliberado y suave con quien bien sabemos. A punto estamos de pronunciar un nombre.

¡Clap!, se cerró la tapa de la cajita verdeamarilla de donde salía el sueño, como si trajera integrado un cronómetro, y se interrumpió de un modo que no dudaré en considerar rudeza innecesaria. A nadie le gusta que lo paren de sopetón.

¿Pero acaso no es lo que hacen los sueños todo el tiempo? Se interrumpen cuando estamos más picados. Cuando sea. Entonces, una araña minúscula atraviesa la página escrita, se entretiene sobre una letra, como identificándose con ella, la acaricia entre algunas de sus patas, sigue adelante. Y ¡zaz!, ya estás en este lado de la realidad, que a diferencia de los sueños te espera intacta, paciente, no te dejará escapar. Los sueños en cambio nunca esperan. Cuando volvemos a ellos se han ido o son otros, y ni se acuerdan de quienes éramos. Nos abandonan con una facilidad desesperante.

A mi costado, Orfeo había cerrado la cajita en mi mano y esperaba a que me sacudiera los ojos. Afuera brillaba la tarde por toda la Alameda. ¿A poco no estuvo bueno?, sonó a mis espaldas la voz alegre de Carmelita, que cuando volteé vi que llevaba prendida a una teta a la chiquita de sus hijas, ya no tan plebe como para merecer chichi, pero ya ven que la lactancia tiene fama de anticonceptiva, y Carmelita a saber en qué.

Hacía calor. Al menos yo sudaba allí en la carpa. Orfeo, sin decir palabra, sonrisa amigable, tomó la cajita de mis manos y la devolvió al lugar donde yo la había levantado. Aguardaba, ostensiblemente, algún comentario. Un instante incómodo, me sentía obligado a dar una especie de opinión, algo más elaborado que cámara maestro, qué buena tu mercancía, felicidades, ¿cuánto te debo? No se me ocurrió nada. Quedé mudo. Movía las manos, gesticulaba como quien come o habla detrás de un vidrio, o aquejado del síndrome del mimo.

Al fin acerté a exhalar qué bien, qué loco, qué interesante, qué inesperado, qué original, qué. Y también un gracias a ti Carmelita que me animastes con tus porras, muy lindo de tu parte. Ella se conmovió hasta las lágrimas y yo también, nos abrazamos, ella sin desprenderse la niña del pecho pero poniéndome bien su mejilla y yo cerrando los ojos aunque era nada más un abrazo, no un beso.

Son los aromas de la madera de cada cajita los que te despiertan el sueño agudo, Orfeo explicó, ya innecesariamente, del funcionamiento etéreo de su acelerador de partículas del sueño. Resultaba que el secreto de su carpa no estaba en las cajitas que exhibía, fantásticas y únicas en sí mismas, sino en la madera de que estaban hechas, y las esencias que liberaban.

Afuera el día se caía en pedazos, como de costumbre a esas horas. Salí de la carpa cargado de electricidad cerebral y pensando que Orfeo peligraba. En cualquier momento la delegación le querría confiscar el changarro y lo acusaría de ilegal, subversivo, cualquier cosa, aunque todavía ninguna ley prohíbe los sueños. Es la realidad la que los ha vuelto inaccesibles. Cuídate, fue lo último que le dije a Orfeo antes de irme. A Carmelita y las niñas les prometí que volvería.

Qué raro es siempre cuando uno se encariña.