Sociedad y Justicia
Ver día anteriorDomingo 24 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Equis y jota

E

l autobús atestado circula entre filas de automóviles y camiones de carga. Avanza unos metros y se detiene en lo alto del puente. Los pasajeros se preguntan a qué se deberá el congestionamiento: Debe de haber un coche descompuesto. A lo mejor hay otra manifestación. Lo que pasa es que somos demasiados y ya no cabemos. No. Es por el semáforo a la bajada. A cada rato se descompone y, como no hay un solo policía que ponga orden, se hace el desmadre.

En medio de los desahogos se escucha la protesta de una mujer que lleva un bebé en brazos: Oiga señor, tenga más cuidado. No se me repegue. ¿Qué no ve que traigo cargando a mi niño? El aludido, un hombre con cabello ralo y saco a cuadros, se disculpa asegurando que no lo hizo a propósito. La vecina de la pasajera airada mira al chofer: Baje a este tipo. ¡Es un depravado!

Miradas reprobatorias cercan al hombre del saco a cuadros. Él sonríe con timidez para subrayar su inocencia. La enfermera que va a su lado se aparta: Y para colmo, ¡cínico! Un coro de repudio se levanta: Que lo bajen, que lo bajen. Alguien opina en contra: No, porque volverá a hacer de las suyas. Mejor que se quede y lo entregamos a la policía cuando veamos una patrulla.

El chofer hace una maniobra violenta para ganar espacio y dirigirse a la bajada del puente. Un automovilista lo insulta con el claxon. El chofer abre la puerta y le responde con una retahíla de improperios. El hombre del saco a cuadros aprovecha la confusión y escapa. ¡Deténganlo!, grita la enfermera. Un joven con los brazos tatuados acata la orden y desciende a toda prisa.

Los pasajeros se concentran en las ventanillas del lado derecho. Miran al perseguidor y al perseguido que corren desafiando el peligro entre el intenso tráfico, hasta que llegan a la esquina del semáforo y dan vuelta por una callecita repleta de puestos ambulantes.

El autobús avanza por fin. El bebé se despierta y llora. La madre lo mece y sin apartar los ojos de la ventanilla murmura con rabia: ¡Ojalá que el muchacho haya atrapado a ese viejo puerco y le meta sus buenos trancazos. Un hombre enjuto interviene: En otros países a los tipos como ése los ponen quietos castrándolos. La enfermera se estremece y cierra el cuello de su suéter blanco.

II

El hombre del saco a cuadros jadea, frena su carrera y siente en el hombro la mano poderosa de su perseguidor: ¡Hasta aquí llegaste, cabrón! Un mensajero baja de su bicicleta y pregunta: ¿Robó? No sé. Arráncate y busca una patrulla. El ciclista se aleja a toda prisa.

El perseguidor toma del brazo a su rehén, lo conduce hacia un remedo de jardín público y lo obliga a sentarse en la única banca. El hombre del saco a cuadros, tembloroso y jadeante, lo mira: ¿Qué hice? No te hagas, le responde desdeñoso el muchacho de brazos tatuados. El detenido se dispone a explicar su comportamiento: Yo sólo quería ver la casa. La están demoliendo. Obtiene una respuesta brutal: ¿Y qué dijiste?: este imbécil me va a creer. Pues fíjate que no. ¡Ahora te chingas por abusivo!

El hombre del saco a cuadros adopta una actitud de dignidad: No soy ningún maleante. Puedo identificarme. Saca del bolsillo su cartera y la muestra a su guardián: Aquí traigo mi credencial de elector. Tiene todos mis datos. ¿Y a mí de qué chingaos me sirve saberlos?

El hombre del saco a cuadros entiende la inutilidad de su gesto y guarda la cartera: De verdad, si me acerco a la ventanilla es porque desde allí puedo ver la casa. El perseguidor lo mira desconfiado: ¿Cuál casa? La mía. Se ve desde el puente. Hace años mi padre la vendió. La semana pasada me fijé en que la están demoliendo para venderla como terreno. Ya tiraron la fachada, pero conserva los cuartos de adentro. Al ritmo que va la demolición pronto no quedará piedra sobre piedra. Por eso me interesaba tanto verla hoy. Mañana a lo mejor nada más encuentro el hueco.

El muchacho tatuado le lanza una mirada despectiva. El hombre del saco a cuadros no le concede importancia y sonríe: Alcancé a ver el cuarto que ocupábamos mi hermano Gabriel y yo. Él era asmático y casi no salía. Aún queda algo de la marina que dibujé para él en una pared. Abajo puse mi nombre: Arcadio. Cuando la vi me pareció que volvía a ser niño y que Gabriel estaba con vida. ¡Sueños! Nada vuelve.

Su vigilante oye el timbre del celular y contesta de prisa: “Bueno. Sí, ¿qué pasó? ¡No! Diles que mejor pongan los papeles del coche a mi nombre. Ya sabes cómo es tu hermano. Al rato va a salirme con que se lo devuelva… Sí, claro, que pongan Javier, pero con X. Ahí te lo encargo. Luego nos vemos”.

Arcadio lo mira sonriendo: ¡Qué curioso. Mi hermano mayor se llamaba igual, Javier, pero lo escribía con jota. Criaba conejos en la azotea de la casa. A mi madre le disgustaba que los animalitos mordisquearan sus plantas. Tenía un montón. Eran su orgullo. A cuanta visita llegaba la hacía subir hasta la azotea para enseñarle sus macetas. En donde estaban ahora hay cascajo. Mañana o pasado no quedará ni eso.

III

Sin proponérselo, Arcadio y Xavier han empezado a tratarse como dos personas que hubieran coincidido en el jardín hirsuto. Se escucha la campana de la iglesia y otra vez el timbre del celular. Xavier lo contesta impaciente: “¿Qué te pasa? No hace ni cinco minutos que me llamaste... Ni que fuera tan difícil leer el documento cuando lo terminen. Ya te dije que no tardo… Estoy con un tipo que armó un desmadre en el camión porque se le echó encima a una señora dizque para mirar su casa por la ventanilla. ¿Cómo que cuál casa? Pues una azul que están demoliendo y se ve desde el puente. Sí, el que tomamos para ir a San Juanico a visitar a tu mamá… ¿Cómo que no entiendes? Pues que la señora creyó que el tipo quería manosearla y todos en el camión pensaron en consignarlo por acoso sexual. En un descuido del chofer el tipo se escapó y me bajé a perseguirlo. Lo detuve. Estoy esperando a la patrulla. ¿No me crees? Te lo paso para que veas que es cierto”. Se dirige a Arcadio: Es mi mujer. Quiere hablar con usted.

Desconcertado, Arcadio recibe el celular y se lo pega al oído: “¿Con quién tengo el gusto?... Susana, ¡qué bonito nombre! Disculpe… No, claro que no estamos en la cantina sino en el jardín cerca de una iglesia. No sé cómo se llama. Dejé este rumbo hace muchos años, cuando mi padre decidió vender la casa. Del disgusto, mi mamá se murió. Por eso siempre evitaba venir por aquí, pero como ya empecé a trabajar en una imprenta que está en Montevideo no tengo otro remedio. Si no ha sido por eso jamás me hubiera enterado de que están demoliendo mi casa. Siempre estuvo pintada de azul. Era el color preferido de mi mamá porque lo relacionaba con el cielo y con Dios. Era muy devota. Tenía un altar en su cuarto. Queda sólo el hueco, pero verlo hoy me emocionó. Fue un momento muy bonito, lástima que la señora con el bebé me haya malinterpretado. ¿Cuál señora? Pues la del autobús en donde venía también su esposo. Está esperando a la patrulla para entregarme, pero no tengo ningún temor: el que nada debe nada teme. Además traigo mi identificación y puedo demostrar que no soy un depravado. Créame: yo nada más quería ver mi casa. Esta llamada le va a salir muy cara a su marido. Mejor se lo paso”.

Satisfecho, Xavier recibe el celular: ¿Ya viste que no te mentí? Como quieras. No voy discutir. ¿Cuándo? En cuanto llegue la patrulla. No estoy poniendo ningún pretexto. Bueno, has lo que te dé la gana. Vete a la casa o al carajo. ¡Me da lo mismo!

Hunde el celular en el bolsillo de su pantalón y se frota los brazos: ¿Duelen? La pregunta de Arcadio lo desconcierta: ¿Qué? Los tatuajes. Xavier levanta el pecho: “Algo…” Arcadio acerca la mano, pero no los toca: L.M.S. ¿Qué significan esas letras? Son las iniciales de una chamaca de la que estuve muy enamorado. Como quien dice, ella fue mi primer amor. Se mató con sus papás en la carretera. De esto hace añísimos, pero Susana quiere que me borre el tatuaje. No puedo. Lo veo y me alegro aunque a veces también me entristezco. Arcadio lo mira con simpatía: Lo mismo me sucede cada vez que el autobús sube el puente y miro las ruinas de mi casa.

Repica otra vez la campana. Xavier dice: Tengo que irme; si no, aquélla es capaz de no sé qué cosa. Váyase usted también y perdone la confusión. Arcadio se pone de pie: En la imprenta ya no me van a recibir. Aprovecharé para darme una vuelta por la demolición y tomar una piedra y guardarla de recuerdo. Ojalá que encuentre una con restos de pintura azul.