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Venezuela, el lunes 27
L

as elecciones legislativas y regionales del domingo 26, cualquiera sea su resultado, cambiarán el panorama político venezolano y el país pasará a otra etapa, más conflictiva, el lunes 27, con un país casi dividido por mitades. Creo –y espero– que la alianza chavista conseguirá la mayoría si no es muy alta la abstención –motivada por el desinterés y la desmovilización o por el deseo insano de castigar al gobierno– y si grandes masas concurren a las urnas, a pesar de sus críticas y protestas, para derrotar a la oligarquía y al imperialismo, que son los enemigos principales aunque no los únicos de la liberación nacional y social.

Pero lo que está en juego no es tanto la mayoría sino el control de la Asamblea Nacional y, en segundo lugar, medir si el gobierno mantiene el mismo grado de apoyo que ha tenido hasta hace poco a pesar del impacto de la altísima inflación, de la caída del ingreso real de los trabajadores, de la corrupción y de la alta inseguridad, que la derecha atribuye exclusivamente al gobierno, como si las empresas capitalistas, el sistema capitalista, la agresión internacional capitalista, la crisis capitalista mundial no tuviesen nada que ver en ello.

En efecto, hasta el 26, la Asamblea es casi unánimemente chavista (lo fue por completo, pero después el gobierno perdió en ella algunos aliados) porque la oposición se abstuvo creyendo que eso la ayudaría a derrocar a Hugo Chávez. Pero el 26 se decidirá si la oligarquía entra en el Parlamento como una fuerza vociferante, pero impotente o si, por el contrario, consigue el número de curules necesario para paralizar la institución o, peor aún, para enfrentar una Asamblea Nacional mayormente opositora al Poder Ejecutivo. La Fedecámara, organismo de los patrones, apuesta a esta última posibilidad y permitirá que los trabajadores salgan a votar (además, por supuesto, de tratar de comprarles los votos a los más atrasados).

Porque la actual opción legal y electoral de la oligarquía parte de la comprensión de que el golpe cívico-militar no está al alcance de su mano y, entonces, le conviene disputar el poder desde las regiones y las instituciones, apoyándose siempre en el grueso de sus fuerzas, es decir, en el capital financiero internacional y en la acción de Washington, además de la comunidad judía local (la cual, aunque nunca hizo tantos negocios, achaca a Chávez su apoyo a Irán).

En las elecciones anteriores el Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) logró menos votos que el total de sus afiliados. Esta vez Hugo Chávez encabezó personalmente una movilización casa por casa para tratar de evitar el deterioro de su apoyo popular y convencer de que había que cerrar filas ante el peligro que corre el proceso bolivariano. Da la impresión de que ha logrado éxito, pero eso sólo se verá al abrirse las urnas. Porque el problema es que el caos económico y social que vive dicho proceso se debe fundamentalmente a que el gobierno, a pesar de las proclamas de Chávez sobre las misiones, el poder popular y la autogestión, se apoya mucho más en el aparato del Estado, civil o militar que en la participación y el poder popular, en el territorio y en las empresas, lo cual favorece el fortalecimiento de la especulación, la boliburguesía, la corrupción, el oportunismo en la burocracia gubernamental. Para colmo, la caída del precio del petróleo no sólo obstaculiza los planes integracionistas a escala latinoamericana, como el Banco del Sur (que, además, ni los parlamentos argentino y paraguayo aprobaron ni Brasil tiene interés en crear, pues tiene su propio Banco de Desarrollo, que presta más que el Banco Mundial) o los oleoductos, gasoductos y negocios bilaterales, además de la construcción del sucre como moneda única de intercambio.

Si el gobierno no lograse una mayoría confortable y mantener su control en la Asamblea Nacional, la oligarquía y el imperialismo se sentirían fuertemente alentados y le harían la vida imposible. Eso provocaría emigraciones de oportunistas del aparato estatal y del PSUV, y tensiones y rupturas en la burocracia y la tecnocracia gobernantes, así como una mayor confusión en la izquierda (y la ultraizquierda) antioligárquica pero también antiburocrática e igualitaria.

Y pondría en duda todos los planes internacionales de Venezuela, tanto en lo que se refiere al apoyo a los pequeños países caribeños y centroamericanos de la Alba como a Cuba y el papel de Caracas en la construcción de la Unasur, que dependería por completo de Brasil. Como hemos dicho, también postergaría los proyectos latinoamericanos integracionistas y la idea misma, que no salió nunca de las primeras declaraciones, de una Quinta Internacional como eje de quienes en el mundo todo luchan contra el imperialismo y por una alternativa a la dominación capitalista.

En el pasado reciente, los sandinistas nicaragüenses, al perder las elecciones, cedieron el gobierno y el poder a los agentes de Estados Unidos. En los medios militares chavistas circula en cambio la tentación de hacer pesar la dura mano de las fuerzas armadas en el caso de una elección desfavorable en el mismo momento en que la eliminación del Mono Jojoy da un nuevo golpe durísimo a las maltrechas FARC y refuerza al ejército y al gobierno de Colombia, que son una amenaza para Caracas. Pero Chávez, hasta ahora, basa su legitimidad en el apoyo popular, refrendado por múltiples elecciones sucesivas. Modificar por la fuerza los resultados de las urnas o cerrar la Asamblea llevaría más a la derecha a las clases medias, que son el principal apoyo de la oligarquía, y aislaría a Chávez en el plano internacional, deslegitimándolo. Lo que en cambio está en el orden del día en Venezuela es la necesidad de más y no de menos democracia. O sea, de una movilización y participación decisiva de los trabajadores.