Opinión
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35 Festival Internacional de Cine
Conclusiones de Toronto 2010
T

oronto, 19 de septiembre. Como es costumbre, el TIFF –cuya 35 edición concluyó hoy– ha servido de reflejo sobre el estado de las cosas, cinematográficamente hablando. No deja de llamar la atención cómo la ciudad entera está pendiente del festival. En cuanto ven que uno porta el gafete oficial, muchos dependientes de tiendas o restaurantes sienten la curiosidad de preguntar sobre las películas vistas.

Es una afirmación temeraria, pero creo que no existe en el mundo otra urbe de importancia donde cunda tanto la cinefilia, aunque sea de temporada. Aquí, la gente toma sus vacaciones y viaja desde otras regiones de Canadá, con tal de asistir al festival. Se habla cada año de un promedio de medio millón de entradas vendidas, nomás.

No debe extrañar, pues, que este año el acto más trascendente fue la inauguración del edificio TIFF Bell Lightbox, cuyos cinco pisos servirán de oficinas para la organización; además de albergar cinco salas de proyección, dos restaurantes y otras instalaciones para, según las notas de prensa, mantener el festival a lo largo del año. Así, el TIFF es el único en el mundo en poseer su propio cuartel general, con lo cual se libra de los espacios en renta, o compartidos con otros organismos culturales.

Cuando me topé con el director Piers Handling afuera del TIFF Bell Lightbox y lo felicité por el logro, su respuesta fue: es el fruto de la persistencia. En efecto, Handling ha fungido como director del festival desde 1994. (En ese mismo periodo, por poner un ejemplo, el festival de Guadalajara ha tenido ocho directores diferentes, quien esto escribe incluido.)

El TIFF Bell Lightbox fue posible porque demostró en 35 años el potencial comercial de la cinefilia. El festival ha sido desde hace tiempo redituable como negocio, no sólo por su éxito taquillero, sino porque su mercado se ha vuelto un primordial punto de ventas, no sólo para la industria norteamericana. Distribuidores de varias partes del mundo prefieren acudir a Toronto, en lugar de otros encuentros de la temporada –Venecia o Roma, por ejemplo– porque es más práctico.

La inversión de capitales privados y públicos, así como diversos patrocinadores, financiaron la construcción del edificio. Compartiendo el primer lugar entre los donadores, se encuentra la familia Reitman (sí, la del cineasta Ivan), que aportó 22 millones de dólares canadienses. No es una corporación, sino unos particulares que sintieron justo devolverle al cine algo de la fortuna obtenida. Ya puestos en el terreno de la fantasía, si se emprendiera un proyecto similar en México, ¿se contaría con un donativo similar del hombre más rico del mundo? Permítanme ser escéptico.

En cuanto a fenómeno de medios también llama la atención cómo el culto a la celebridad ha desbancado la apreciación del cine mismo. Los periódicos locales dedican casi toda su sección de espectáculos a cubrir el festival. No las películas, sino la alfombra roja por donde desfilan por unos instantes las estrellas de Hollywood, para firmar autógrafos, dar declaraciones instantáneas a la TV y lucir vestidos de diseñador.

También la crónica de las diversas fiestas es fundamental (hay un columnista que se dedica a calificar cuáles han sido los mejores reventones). Ante esa invasión de la página de sociales, la crítica de cine ha sido relegada a las páginas interiores y, en la mayoría de los casos, a unas cápsulas breves. Ahora que cualquiera con acceso cibernético puede publicar sus opiniones –sean informadas o no– en forma de blogs o twitters, la crítica especializada parece una labor –y un interés– de obsesos.

Por si alguien sigue prestando atención, el premio de mejor opera prima canadiense fue para The High Cost of Living (El alto costo de la vida), de Deborah Chow, y el de mejor largometraje canadiense para Incendies, de Denis Villeneuve. Mientras el premio del público, patrocinado por Cadillac, fue para la producción británica The King’s Speech (El discurso del rey), de Tom Hooper.