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REPORTAJE /Guerra sucia en Colombia

La tutela del Pentágono sobre efectivos colombianos se remonta a la década de los 60

Militares de EU, testigos mudos de la matanza de civiles en Colombia

Fuerzas del Estado nunca tocaron las estructuras centrales de las FARC o el ELN: académico

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Carteles publicitarios en calles de Bogotá, ColombiaFoto Blanche Petrich
Enviada
Periódico La Jornada
Viernes 10 de septiembre de 2010, p. 27

Meta, Colombia. Las historias de exterminio de civiles ajenos al conflicto armado, que se multiplican por todo Colombia, ocurrieron bajo la mirada atenta de al menos 800 asesores de las fuerzas especiales del ejército de Estados Unidos estacionados en las bases militares estratégicas del país desde 1999, cuando los ex presidentes Andrés Pastrana y Bill Clinton firmaron el Plan Colombia.

A partir de entonces, los 86 mil elementos de las fuerzas armadas colombianas, con mejores armas, equipo de última generación y entrenamiento intenso, multiplicaron diez veces su potencial sin limitar en lo más mínimo su simbiosis con el paramilitarismo y por lo tanto con el narcotráfico, en opinión del periodista José Manuel Martín Medem, en su libro Colombia Feroz.

Bajo tutela estadunidense, los militares colombianos redujeron en 55 por ciento los municipios y en dos terceras partes la población que estaban bajo control de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), según el investigador Carlos Mario Perea, investigador de la Universidad Nacional de Colombia. Pero no tocaron sus estructuras centrales ni pudieron impedir que ambas guerrillas se reorganizaran desde sus respectivas retaguardias.

Con supervisión de sus asesores estadunidenses, escenificaron entre 2003 y 2006 la desmovilización pública de cerca de 32 mil integrantes de las bandas paramilitares, principalmente de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), pero no pudieron evitar que muchos de los actos de entrega de armas de los paras fueran calificados, incluso por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, como un fraude masivo. Consecuencia: la proliferación, hoy en día, de lo que Human Rights Watch llama los herederos de los paramilitares (informe de marzo, 2010).

Y generaron, a la larga, resultados como el de la fosa común de La Macarena, en el Meta.

Historias reales

Este es un caso entre muchos. Hay otros, terribles. Como el de El Piñalito, municipio de Vistahermosa, relata Edinson Cuéllar, defensor de derechos humanos en esa región de los Llanos Orientales, en el centro de Colombia.

El abogado describe lo que ocurrió, hace no mucho, en las dos puntas de un puente sobre una de las afluentes del río Ariari. “De un lado se ponía un retén del ejército y del otro uno de los paras. Listas en mano, los soldados apartaban a los que iban a entregar al retén del otro lado del río. A los señalados por la red de informantes los llevaban a una casa que todos en esa vereda reconocían con pavor como un picadero. Tenemos dos testimonios de víctimas que lograron escapar de ahí. Ellos alcanzaron a ver al verdugo con una capucha como de la edad media, una mesa con la motosierra y todos los instrumentos para descuartizar cuerpos. Y vieron los montones de carne de las víctimas amontonados en los rincones de la casa. Nuestra dificultad de llevar estos testimonios ante los tribunales es que los dos sobrevivientes tienen daño sicológico severo por el horror”.

Otra historia en ese tenor es la de un pueblo a orillas del río Guéjar, donde ya se ha pedido una investigación. “Los campesinos reportan otro cementerio de NN (Nomen Nescio, nombre desconocido) pero mucho más complejo. Ocurre que cerca de ahí había otro destazadero operado por paramilitares que tiraban los restos humanos al río. Éstos se acumulaban en un recodo, por lo que para sanear el agua los lugareños secaban los pedazos y los enterraban cerca de ahí. El problema es que ahí no vamos a encontrar cuerpos enteros”.

Cuéllar considera que el hecho de que los campesinos empiecen a revelar sitios de entierros como éste, que denuncien casos de falsos positivos como los de Soacha, que acudan a audiencias a pesar de los asesinatos en represalia, o que organicen retornos de desplazados –como ha ocurrido sobretodo en el departamento de Antioquia– son muestras de una resistencia activa que empieza a levantar la losa de silencio que hasta ahora ha relegado a un segundo plano del debate nacional la violencia sufrida por los civiles.

Esa resistencia activa la hemos experimentado en esta zona. Cuando los soldados matan a alguien, lo que hacen es cercar la zona de inmediato para evitar que se recuperen los cadáveres. Luego los reportan como falsos positivos. Pero los campesinos ya entendieron esa mecánica. De modo que ahora, cuando oyen balacera, se organizan y toda la comunidad emprende marchas para recuperar a las víctimas. Si los soldados pretenden detenerlos en los retenes ellos siguen. Han entendido que los soldados pueden disparar contra unos cuantos, pero no contra todos. Así han logrado evitar que muchos ejecutados se sumen a las listas de los falsos positivos.

Estos son los Llanos Orientales. Pero no hay región de Colombia, urbana o rural, que esté exenta, en menor o menor medida, de esta violencia. Fosas clandestinas, hornos crematorios y destazaderos (como el descrito por Cuéllar) marcan buena parte de la geografía del país.

Los asesores estadunidenses estuvieron ahí

Frente a las revelaciones de las ONG de derechos humanos y el sector progresista de la iglesia, en las audiencias públicas organizadas por legisladores como Gloria Inés Ramírez, Iván Cepeda o Piedad Córdoba y por las víctimas mismas, la pregunta ineludible es ¿Qué va a hacer el presidente Juan Manuel Santos frente a esta realidad?

Como la esperanza es terca, los defensores se aferran a unos cuantos guiños que han visto en el nuevo gobierno.

Responde Cuéllar: “El problema más difícil de remontar es que en el Plan Colombia y el Plan Patriota participaron activamente los asesores estadunidenses. Es difícil creer que ellos no supieron de las masacres y los falsos positivos. ¿Cómo va a justificar Washington el papel de sus militares, si ellos estuvieron ahí parados en medio de tanto muerto todo el tiempo?”

Ya en 1996 Human Rights Watch resumía en su informe La asociación militar-paramilitar y Estados Unidos, la cobertura del gobierno de Clinton a la crisis humanitaria colombiana: En lugar de dedicarse a enfrentar el creciente costo humano de esta guerra, Estados Unidos aparentemente ha hecho oídos sordos ante los abusos y se está dedicando a aumentar las entregas de ayuda militar, como armamento, a Colombia.

La tutela del Pentágono sobre las fuerzas armadas colombianas, que alcanzó niveles sin precedente bajo los gobiernos de Álvaro Uribe y George W. Bush, tiene una raíz mucho más antigua que el Plan Colombia. Desde sus primeras escaramuzas contra las FARC en los años 60, los jefes militares colombianos contaron con asesoría del Equipo de Guerra Especial del Ejército de Estados Unidos (Army Special Warfare), en lo que se llamó el Plan Lazo. A partir de ahí cada presidente colombiano tuvo su pacto militar con Washington.

Para un sector importante de la opinión pública, la experiencia del Plan Colombia constituye un éxito rotundo, una medalla que no dudan en prender del pecho del hombre providencial, Uribe. Al grado de que hay quienes se atreven a aconsejarle al presidente Barack Obama que aplique en Afganistán la victoriosa receta colombiana.