Opinión
Ver día anteriorJueves 26 de agosto de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las tandas del centenario
E

n los escritos que se conocen acerca del llamado género chico, o de revista con influencia de España, pero muy rápidamente asimilado al sentir popular mexicano, el género es conocido como teatro político. En efecto, un pueblo analfabeta y sin acceso a las noticias encontraba en los llamados jacalones críticas y conocimiento acerca de la realidad social, mientras que en los teatros, sucesores formales de los jacalones, las tandas ofrecían también críticas, a veces solapadas, a la realidad política, y no resultaba infrecuente que algún empresario, director o cómico hubiera de exiliarse por temor a grandes represalias, y aunque muchos de los responsables eran personas conservadoras, sus críticas a sucesos y personajes de la Revolución, una vez que ésta estuvo en marcha o triunfara, también entraban en el orden de lo político. La gracia de las y los característicos, la lindura de las tiples y la música pegajosa, amén de cierto fausto para presentar las revistas envolvieron la crítica y fueron complemento de su éxito.

Todo esto es más que sabido, y por ello, cuando Carlos Pascual hizo en este diario declaraciones a Arturo García Hernández de que en Las tandas del Centenario, de su autoría y bajo su dirección, trataría problemas presentes, muchos nos preparamos para ver un género renacido, no a la manera del entrañable Enrique Alonso, sino con intenciones de poner en solfa muchos de los problemas que nos aquejan en este nuevo siglo. A mi parecer, Pascual desperdició una oportunidad inmejorable de dar vino nuevo en odres viejos. Lo que podría entenderse, si acaso, como una crítica es ese aplaudido letrero de que las revoluciones se hacen para que todo quede igual, lo que, a mi parecer, es una invitación al inmovilismo ante cualquier cambio (lo que parece ser una moda derechista) y no la constatación de que el gobierno calderonista nos tiene en precarias condiciones semejantes a las de Porfirio Díaz.

Carlos Pascual prefiere censurar a los hacedores de las tandas como veletas que se adecuaban a los diferentes gobiernos, lo que no es del todo exacto, como se desprende de diferentes fuentes, aunque en ocasiones daban inocuas historias bajo títulos cuyo sentido era casi caricatura política, pero siempre en la cuerda floja cuando no presentaban idílicos pasajes de las costumbres mexicanas. También es posible que las tiples se prostituyeran, aunque muchas eran sensatas madres de familia, y el devenir de la historia de los turbulentos años de la Revolución y posteriores a través de los números musicales, como parece ser otra intención del espectáculo, se pierde en el mal melodrama y en lo poco creíble de los caracteres, lo que extraña en un escritor ganador del Premio Bicentenario de Novela Histórica.

Ese protagonista, el director Mariano Ocampo, al principio aparece como perteneciente al Partido Liberal Mexicano y lector secreto de El hijo del Ahuizote de los hermanos Flores Magón, mucho más avanzados que el maderismo, pero pronto se descubre como cómplice de la roñosa Doña Genara Padilla para negar pago al característico Carlos Truchuela, lo que está muy lejos de alguien que desea más justicia en el país. Las torpes maniobras de Ocampo para quedar bien con el cambiante poderoso del momento se entenderían mejor sin esa referencia al periódico magonista que aparece sólo para dar color local. Tampoco queda clara la evolución de Truchuela, que quiere ser dramaturgo contestatario, a escritor convenenciero que alaba a los gobernantes, lo que solamente se sabe porque lo dice una tiple.

Los números musicales resultan atractivos a pesar de lo escueto del elenco, que contradice los despliegues que se daban, según las memorias de Pablo Prida Santacilia, en que además del reparto principal se contrataban 15 o 20 segundas tiples, en su mayoría jóvenes y muy bonitas. Las excelentes voces de Pedro Kóminik, Eugenio Bartilotti y Dalia Rodríguez, y en menor medida de Olinca Velásquez y Verónica Alvarado, hacen resaltar las canciones que los músicos en vivo (El trío Coghlan y el pianista Jesús Topete) acompañan. Hay que destacar la gracia de Pilar Boliver en las partes no cantadas, así como la escenografía de Mario Martín del Río y el vestuario de Pedro Kóminik en este especáculo que prometía ser otra cosa.