Opinión
Ver día anteriorMiércoles 25 de agosto de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El incinerador
Y

a no tiene el poder para hacerlo físicamente, pero sí las fuerzas en el terreno simbólico para incinerar a quienes considera sus adversarios. Los juicios y diatribas del cardenal Juan Sandoval Íñiguez contra el jefe de Gobierno de la ciudad de México, Marcelo Ebrard, y los integrantes de la Suprema Corte de Justicia que votaron favorablemente para que matrimonios de personas del mismo sexo tengan derecho a la adopción de infantes, además de extremadamente soeces revelan la pertenencia del alto funcionario eclesiástico católico a la línea dominante que busca hacer forzosos los preceptos de una confesión religiosa al conjunto de instituciones y ciudadanos de un país.

Desde el siglo IV, al unir Constantino los destinos del imperio romano con los de la Iglesia cristiana (o más bien el sector de ella que apoyó la cristianización forzosa de las naciones y territorios sojuzgados por Roma), comenzaron a perfilarse en el seno del cristianismo dos líneas que hasta ahora subsisten. Por un lado la que concibe al Estado como coadyuvante de la institución eclesiástica, dando así como resultado lo que se denomina el régimen de cristiandad; y por el otro grupos disidentes de la anterior visión que han sostenido la idea y práctica de que debe existir separación Estado-Iglesia(s), ya que creer, o no, las enseñanzas del evangelio debe ser una acción voluntaria.

Ante las iglesias, particularmente la católica romana que unió su destino a los poderes políticos en turno, la tendencia de la Iglesia de creyentes (conformada por adherentes voluntarios y dispuestos a guardar los principios éticos de su fe) siempre ha enarbolado que es un craso error imponer a otros y otras un determinado cuerpo doctrinal. Porque en eso de convertir a la fuerza, ni se convierte a los considerados paganos y menos se cumple con la naturaleza pacífica, pacifista y pacificadora del evangelio.

El cardenal Juan Sandoval Íñiguez es conspicuo integrante del celoso contingente que ipso facto anhela incinerar a los herejes. Se identifica plenamente con el grupo que decía seguir a Jesús, pero que ante las objeciones y/o franco rechazo a la propuesta evangélica, quería echar mano de las llamas para devorar a los renuentes.

En el Nuevo Testamento, capítulo 9 de Lucas, versículos 52 al 56, se lee: “[Jesús] envió por delante mensajeros, que entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento; pero allí la gente no quiso recibirlo porque se dirigía a Jerusalén. Cuando los discípulos Jacobo y Juan vieron esto, le preguntaron: ‘Señor, ¿quieres que hagamos caer fuego del cielo para que los destruya?’ Pero Jesús se volvió a ellos y los reprendió. Luego siguieron la jornada a otra aldea” (Nueva Versión Internacional). Los discípulos Jacobo y Juan, este último tocayo del cardenal Sandoval Íñiguez, como judíos que eran, se sentían superiores a los samaritanos. Además les veían como obstáculos que era preferible eliminar, estorbos para la construcción de una sociedad homogénea y cerrada.

Los otros, desde la perspectiva de los incineradores, no tienen derechos más que el de sumarse a las creencias de sus benefactores, que si recurren a la violencia es nada más para evitar que los impíos sigan pecando. Ésta ha sido la lógica de la hoguera: es mejor que los heterodoxos sean consumidos por el fuego, y no que vivan regodeándose en sus desviaciones. Esperan de los condenados, de los destinados al exterminio, el besamanos por cortar de tajo con su vida pecaminosa. El poema Un reo bendice a Torquemada, de José Emilio Pacheco, captura magistralmente el espíritu de inquisidores como lo es Juan Sandoval Íñiguez: Quien me da de beber asfixia / quiere salvarme. / El que enciende los leños de la hoguera / lo hace por mi alma eterna. / Los que calman mi hambre con la cicuta / son agentes del bien. / Gracias, hermanos. / Dios premiará la suma de bondades.

El cardenal de Guadalajara es un hombre acostumbrado al poder. No busca interlocutores, sino obedientes feligreses. Añora los tiempos del régimen de cristiandad, cuando la unión entre dominio político y control eclesiástico hizo posible la sumisión de las personas a los designios de gobernantes y clérigos. Se dice perseguido por expresar su punto de vista, cuando lo que ha hecho es acusar sin aportar prueba alguna. Él, en su concepción verticalista de la sociedad, puede juzgar las conductas de todos, pero quien intente poner en tela de juicio sus dictados es un enemigo declarado.

Llama la atención su encono, expresiones peyorativas, hirientes, contra su catálogo de desviados. No hay en los discursos del cardenal Sandoval Íñiguez intentos de comprender a los demás. Domina en él la intolerancia que niega la diversidad, el derecho a elegir libremente una determinada identidad. Es un incinerador siempre en busca de combustibles para su hoguera.

Como pastor de almas y conciencias que dice ser, en la teología de Sandoval Íñiguez no hay lugar para la compasión, entendida ésta como el ejercicio de identificarse con todo tipo de excluidos (en su raíz etimológica latina pati y cum significa padecer con). En su autoritario y soez estilo personal de pastorear sólo hay lugar para la obediencia irrestricta o el cadalso moral.