Opinión
Ver día anteriorLunes 16 de agosto de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Diálogos contra el crimen
E

n un nuevo, pero no novedoso intento para demostrar que se está haciendo algo en contra de la violencia y la delincuencia organizada, el ocupante de la silla presidencial ha convocado a servidores públicos y ciudadanos a intercambiar puntos de vista (eso es un diálogo) para rencauzar la absurda guerra que declaró por sí y ante sí al inicio de su descalificado gobierno.

Salvo algunas opiniones sensatas para atacar el poder económico del crimen organizado y algunas reclamaciones de ciudadanos agraviados, que hablan de mucho ruido y pocas nueces, los diálogos parecen la repetición de otras muy publicitadas reuniones en las que se dijeron sesudos discursos, se escucharon airadas reclamaciones y se hicieron compromisos debidamente enumerados, pero olvidados meses después.

Ante la solicitud de más recursos del presidente de la Corte para la llamada reforma judicial, el anfitrión respondió –palabras más, palabras menos– que está seguro de que la ciudadanía está dispuesta a realizar el esfuerzo económico.

Como parte, aunque sea mínima, de la ciudadanía, le digo que yo sí estoy seguro de que la golpeada población del país, empobrecida por acciones equivocadas en materia económica y por la entrega de nuestro patrimonio a empresas extranjeras, no está dispuesta a realizar un esfuerzo económico más.

Que el esfuerzo lo hagan los servidores públicos de alto nivel, que, se sabe, son dirigentes ricos de un país pobre; que ganan sueldos y otras prestaciones que los alejan de la generalidad de la población que vive al día y ahora también de la clase media, cada vez en situación más apremiante. Es lo menos, lo que dijo, una falta de sensibilidad y una prueba de su lejanía de lo que piensa la gente. Es increíble que pueda decir estoy seguro de que la ciudadanía está dispuesta a un esfuerzo económico más en la situación de crisis en la que vivimos.

Quien preside la Suprema Corte de Justicia dijo, por su parte, que vería la posibilidad de que el Poder Judicial hiciera nuevos compromisos frente a estos diálogos; los servidores públicos tienen ya un compromiso que no necesitan reiterar: cumplir con lo que las leyes les ordenan; la mala práctica de celebrar convenios entre poderes o entre instituciones no es sino la muestra de que no vivimos en un estado de derecho, puesto que es necesario pactar el cumplimiento del deber.

No es de ahora que recibimos un llamado con carácter de urgente para unirnos en contra del crimen organizado y apoyar las propuestas que en forma pretenciosa se han denominado reformas judiciales. Lo cierto es que se aprobó ya una reforma constitucional, que no ha podido por mal estructurada y peor pensada aterrizarse en legislaciones secundarias y cuando así ha sucedido, como en los casos de Chihuahua y Nuevo León, donde ya hay ya juicios orales, los resultados no son halagüeños.

Lo que pasa es que quienes piensan más en su imagen y en su futuro político que en resolver los problemas, pretenden hacerlo con cambios cosméticos y adoptando novedosos nombres o frases para instituciones antiguas. Un ejemplo es lo que se ha llamado con indudable falta de técnica extinción de dominio, y que no es sino la incautación de los instrumentos del delito, en nuestra legislación desde hace mucho tiempo y que únicamente requería de algunos puntos de precisión y reglamentación para mayor eficacia. Sin embargo, a los innovadores y seguidores de recetas extranjeras les pareció muy elegante el término de extinción de dominio y lo repiten en todos los foros, venga o no al caso, a pesar de que en la práctica ha dado lugar a injusticias que los tribunales federales han tenido que corregir; no es justo que una persona que no cometió ni participó en el delito, pierda sus bienes porque los malhechores los usaron sin su anuencia o sin su conocimiento en la comisión de ilícitos.

Otro caso excesivo es insistir en que estamos dando un gran paso de los procesos inquisitoriales a los procesos controversiales o acusatorios, cuando lo cierto es que desde la Constitución de 1917 existen en México procesos en los cuales se distinguen perfectamente las tres partes que dan vida a un proceso, un juez imparcial, una parte acusadora, que es el Ministerio Público y la defensa.

Lo que se pretende en una imitación servil es que el fiscal sea solamente un abogado que acusa con las pruebas que le proporcionan los policías investigadores del caso. En nuestra tradición jurídica, el Ministerio Público juega dos papeles: el primero, investigar los delitos con la policía a su cargo, y un segundo papel, ya ante el juez, en el que es una de las dos partes que se enfrentan en igualdad de circunstancias y sujetos a las mismas reglas procesales. Sin embargo, parece muy moderno y de avanzada decir que estamos dando el gran paso al proceso acusatorio.

Aun cuando sea reiterativo, hay que decir que mientras nos andemos por las ramas y sólo se ataquen los efectos y no las causas de la violencia y la delincuencia, no veremos una solución verdadera.