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El retorno de los Tigres de Malasia
E

l príncipe malayo Sandokán, destronado por los británicos, y su amigo portugués Yáñez de Gomara, protagonizan una nueva aventura en El retorno de los Tigres de Malasia (Planeta), la más reciente novela de Paco Ignacio Taibo II. Situada después del medio siglo XIX, se trata definitiva y cínicamente de un pastiche inspirado por la obra del escritor italiano Emilio Salgari, que integra el Kamasutra, a Engels y a la Comuna de París, nos confiesa el autor. El libro se presentará el próximo viernes 30 de julio, a las 18 horas, en el Tianguis de Libros Para Leer en Libertad, en avenida Paseo de la Reforma, entre Niza e Insurgentes. Como primicia, La Jornada presenta un fragmento del texto.

XXXIII La Luz Eterna

Ante el Banco de Inglaterra, dos casacas rojas hacían guardia con la bayoneta calada. Frente al símbolo definitivo y todopoderoso del imperio, un ruinoso edificio de un par de pisos abrió sus puertas a dos personajes singulares. Uno de ellos de color broncíneo, barba larga, boca pequeña con dientes de fiera, iba vestido ala usanza oriental, con casaca de seda de color azul recamada de oro y mangas amplias, sujeta a la cintura con una ancha faja de seda roja que sostenía la cimitarra y dos pistolas de largo cañón con arabescos y las culatas incrustadas de nácar y plata; llevaba unos amplios calzones, botas altas de piel amarilla y punta doblada, y cubría su cabeza con un pequeño turbante de seda blanca, en medio del cual brillaba un diamantes casi del tamaño de una nuez. El otro, sin duda un europeo, en cuyo pelo grisáceo abundaban las canas, llevaba un smoking de seda negra que ocultaba malamente una Colt. 45 al cinto y una bufanda de seda roja, que apenas si cubría un fistol prendido al cuello que lucía una extraña perla rosa muy irregular.

Sandokán y Yáñez, los Tigres de la Malasia, se habían vestido con todas las galas. La ocasión lo ameritaba. Los reyes de los mares visitaban al rey del submundo chino, el jefe de la Luz Eterna.

Recorrieron, guiados por un viejo, pasillos y pasillos, descendieron por crujientes escaleras de madera, avanzaron por túneles en los profundos sótanos del edificio hasta llegar a dos bellísimas puertas de madera roja laqueada.

El cuarto estaba a oscuras hasta que entraron. Entonces, como obedeciendo a un chasquido de los dedos, varias antorchas se encendieron simultáneamente. Parecía un montaje teatral.

Un viejo chino, probablemente el viejo más viejo que los Tigres de la Malasia habían visto en su vida, los esperaba sentado en un sillón de bambú cubierto con una seda roja. Una gran mesa de caoba y dos sillas muy sencillas ante él. Con un gesto el chino más viejo del mundo los invitó a sentarse.

El hombre no tenía el tinte amarillento de sus compatriotas sino un color de pergaminos; los ojos escondidos en las cuencas; la piel, toda arrugas, era como un mapa de tensiones. Su voz, que parecía surgir de ultratumba, correspondía a la apariencia del personaje.

–¿A qué debo el honor de la visita de los famosos Tigres de la Malasia?

–Pasábamos por Hong Kong y no podíamos dejar de rendir homenaje a sabidurías muy superiores a la nuestra –respondió Yáñez.

Sandokán lo miró extrañado, había un cierto tono de respeto en la voz del portugués, el maldito hereje que no respetaba nada en el mundo parecía mirar al chino no sólo con respeto, también con... ¿afecto?

El chino se rió. Era una risa infantil, desdentada. Más viejo no se podía ser en el mundo, concluyó Sandokán.

El chino concentró su mirada en el príncipe malayo y en particular en el rubí que traía en el turbante. La joya estaba montada en una cama de alambres de plata que sutiles se deslizaban en los pliegues de la seda; no era excepcional en su tamaño, de unos cincuenta kilates. El rubí de Catalina la Grande pesaba cuatrocientos kilates; pero el de Sandokán apenas si había sido tallado para mantener su forma original y conservaba una extraña asimetría; era de un rojo suave y penetrante, sanguíneo, que lo hacía diferente a los rubíes más famosos de Ceilán; curiosamente y contra lo que los no entendidos piensan, aunque los rubíes de rojo oscuros son más bellos, tienen menos valor que los claros. Notando el interés del viejo, Sandokán dijo:

–Maestro Supremo de la Luz Eterna, como bien sabes necesitamos información. Podemos generosamente comprarla –y tomando el rubí de su turbante lo hizo avanzar en la mesa empujándolo con los dedos hacia el chino. Éste lo rechazó con un gesto uniendo sus dos manos para crear un escudo y mostró las palmas entrelazadas a Yáñez y Sandokán.

–Sabes poco sobre esa organización de la que generosamente me llamas maestro y que no existe. Si existiera la Luz Eterna no vendería información. No estaría en sus fines comerciar con algo tan sagrado como el conocimiento. En algunos casos muy particulares la intercambiaría. En aquellos casos en que sus intereses y los de otros coincidieran.

Una jovencita velada apareció con una botella de ginebra y tres copas en una bandeja.

–Les ofrecería té. Sería lo más indicado para una reunión como esta, ¿verdad? Pero lamento no guardar las formas, a mí en particular una copa de ginebra me fortalece los huesos –dijo el chino. Apuró la copa de un solo trago, no pareció disfrutarla demasiado. Parecía un pergamino al que no podían meterle una arruga más. Su rostro había adquirido una tonalidad dorada y a la luz de las teas cada arruga soltaba un breve reflejo. Los ojos estaban casi cubiertos por las arrugas, negros, muy negros.

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El autor en la imagen de la solapa del libro

Sandokán empujó suavemente su copa de ginebra hacia el chino ofreciéndosela. El hombre accedió con un nuevo gesto y se la bebió de un segundo trago. Yáñez mientras tanto paladeaba la suya.

–Es cierto, el Tigre sólo bebe sangre. Le pido las más humildes disculpas.

–A falta de sangre me conformaría con una taza de té –dijo Sandokán, al que tanto circunloquio ya le estaba produciendo una incómoda sensación en los testículos.

–Es usted el único europeo con el que he cruzado la palabra en muchos años –dijo el chino dirigiéndose a Yáñez.

–Quizá se deba a que de europeo sólo me queda la apariencia. Una apariencia engañosa –respondió Yáñez, y colocó su mano izquierda sobre la derecha extendiendo el índice y apretando con los demás dedos.

El chino sonrió. Sandokán le devolvió la sonrisa. Maldito portugués, haciendo señas secretas.

–Las comunidades chinas de Malasia están muy excitadas. Alguien que dice hablar a nombre de las sociedades secretas los está agitando. Es un farsante, pero con muchos recursos. Enigmático rozando con el absurdo, un maestro de la teatralidad. Se dice hijo del loto y viste con una armadura japonesa de laca que le cubre absolutamente el cuerpo, habla chino con fluidez pero tiene acento, un acento que, a pesar de que me ha costado tres vidas no he podido descifrar.

–¿Qué quiere de los hombres de la sociedad? –preguntó Sandokán.

–No lo sé. Es como un loco fingiendo ser un rebelde. Y no está solo, forma parte de un plan mucho más complejo. Tiene amigos, aliados, se desdobla como las siluetas que se proyectan en la pared.

–¿Sólo en Malasia? –preguntó Yáñez.

–Ese hombre sí, aunque sus amigos actúan en otros lugares. Sus socios están en muchos lados. Pero el que actúa en Malasia tiene su base en Singapur. Dice de sí mismo que ha comido el corazón de un hombre, que ha violado a su propia hija y después de torturarla arrojó su cadáver a los perros. Lo llaman El innombrable.

Durante un instante se hizo el silencio, los Tigres trataban de conectar lo que el chino les estaba contando con lo que penosamente habían sabido en estas últimas semanas.

–Ese hombre que habla en nombre nuestro no existe. No como tal. Es el amo del sincretismo, toma un poco de aquí y un mucho de allá, y sabe qué tomar.

Yáñez sacó de su bolsillo un dibujo del rombo, la serpiente en una caja, la S encerrada entre cuatros paredes.

–Nuestros nuevos enemigos tienen tatuado este símbolo.

–Es él, son ellos.

–¿Qué significa?

–Nada... Todo. Es una simplificación del emblema del Club Real de Bridge de Singapur, señores.

El chino se rió al ver la cara de estupefacción que los Tigres de la Malasia habían puesto.

–Han estado intentando matarnos en Borneo, en Filipinas. Han asesinado a nuestro amigo Tremal Naik en las cercanías de Sarawak. Han lanzado sobre nosotros una flota de prahos en las cercanías de Macao. En Mindoro hemos capturado a uno de ellos, se cubría con

una máscara y simulaba ser un santón musulmán, pero era un europeo. Un europeo singular, que hablaba de yihad, de guerra santa de los seguidores del Corán contra el resto del mundo–resumió Sandokán-. ¿Qué está pasando?

Cuando hay demasiadas preguntas, no suele haber ninguna respuesta –dijo Yáñez citando, para beneplácito del hombre más viejo del mundo, un proverbio chino.

–Puedo darles cuatro regalos, estimados amigos, a cambio de uno solo. Un solo regalo para mí, cuatro para ustedes. Cuatro por uno y una garantía –dijo el viejo.

–¿Quién ofrece la garantía?

–Yo. Es muy simple. Si acaso existieran las sociedades secretas chinas. Si de entre todas ellas la más importante fuera la Luz Eterna. Si esto fuera así, dondequiera que estén, tendrán el amor de sus miembros...

–¿Dondequiera? –preguntó Yáñez-. ¿Eso incluye París?

–Y Berlín, desde luego. Pero estamos haciendo juegos de palabras. Nadie puede prometer la ayuda de algo que no existe. Me temo que se van a tener que mantener por sus propios méritos y esfuerzos.

–¿Y los regalos? –preguntó Sandokán.

–Un puñado de postales, el nombre de una ciudad, un lugar y una cifra.

–¿Y a cambio?

–La cabeza de el-que-no-tiene-nombre.

–De acuerdo –dijo el príncipe malayo sin dudar.

El chino se sacó de la manga de su túnica, y empujó sobre la mesa, un paquetito con varias cartulinas, de las que ahora se habían puesto de moda y se llamaban postales, fotografías impresas, y remató:

–La cifra es cuatro. Se dice que nuestros enemigos son cuatro, como las cuatro paredes que rodean a la S, o cuatro veces cuatro, se llaman, no se llaman, los llaman: el Club de la Serpiente. El lugar es el edificio que está frente a nosotros: el Banco de Inglaterra; y el nombre de la ciudad es Singapur.

Se hizo un silencio, Sandokán tomó las postales y se las echó al bolsillo de su casaca sin mirarlas. Ya tendrían tiempo para reflexionar sobre la ayuda de sus nuevos amigos.

–Me dicen que ustedes van a poner a flotar un hermano siamés –dijo el chino de repente.

Sandokán y Yáñez cruzaron una rápida mirada. ¿Qué tanto sabía el viejo sobre el más secreto de sus planes?

Sandokán miró al viejo más viejo del mundo fijamente. El hombre de la cara de pergamino le sostuvo la mirada.

Yáñez dijo un proverbio chino sin que viniera a cuento:

Nunca llames cordero al perro del mandarín.

El chino sintió con sabia mirada, satisfecho con la sabiduría del portugués.