Opinión
Ver día anteriorJueves 15 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Diálogos y diálogos
E

n los regímenes democráticos el intercambio crítico entre las oposiciones y el gobierno es continuo, a veces áspero y no siempre constructivo, pero a pesar de los distanciamientos y las rupturas entre las fuerzas políticas y sus representantes, existe un marco general, un conjunto de premisas que por encima de las diferencias las obligan a mantener la estabilidad y el funcionamiento de las instituciones. A final de cuentas, subidos todos en el mismo barco, los navegantes buscan enderezar el rumbo o, incluso, sustituir al patrón carente de brújula, pero nadie cree en las virtudes salvadoras de la tormenta, a no ser que los impugnadores estén dispuestos a pagar un precio inimaginable por aceptar la fuerza liberadora de sus vientos. Al menos eso es lo que nos sugiere la teoría, aunque en la vida cotidiana, en la política descarnada de los hombres públicos, no sea tan común que el interés general se reconozca bajo el torbellino de los intereses en pugna.

Y es que de tanto en tanto, las certezas se apagan ante las nuevas realidades que sacuden el orden imperante: por ejemplo, la globalización puso en la picota ideológica al Estado-nación y lo dio por muerto; el derrumbamiento de la Unión Soviética fijó la idea de que la presencia del Estado en el ordenamiento de la economía era el mal de la época y redescubrió, mirando a través de las corporaciones mundiales, al individuo como gestor del destino de la sociedad. Más que la democracia, sobre las ruinas del Muro de Berlín había nacido un concepto peculiar de la democracia, fundado en la idea del mercado como fundamento esencial de las demás libertades. Y esa noción adoptó al instante formas cuasi religiosas de adoración y seguimiento consagradas en nuevos catecismos obligatorios, al punto de moldear las ideas dominantes de la humanidad entre siglos. Hoy se puede mirar hacia atrás y comprobar que, en efecto, la revolución neoliberal cambió al mundo tal y como lo conocimos en el siglo XX, pero no abolió los estados nacionales, aunque hizo inútiles algunas de sus esencias originarias; tampoco se demostró, por el contrario, la inutilidad de la intervención estatal para mitigar en parte las profundas desigualdades generadas por el sistema y reordenar mejor la asignación de los recursos y, por último, la identidad entre el mercado y el individualismo ideológico que corona toda la doctrina no pudo cancelar la necesidad de reflexionar sobre la naturaleza de lo público como ese espacio de comunicación que es consustancial a la sociedad moderna, a la democracia y el respeto a los derechos humanos. La crisis actual es, desde luego, una profunda crisis económica cuyas desastrosas consecuencias no han dejado de sentirse tanto en las potencias desarrolladas como entre aquellos que ya antes habían sido víctimas de la oleada expansiva de los negocios de clase mundial que disciplinaron a los emprendedores del orbe en la tarea depredadora común. El número de desempleados en el mundo es ilustrativo de la irracionalidad que, ¡oh, viejo Marx!, es santo y seña del sistema. Nos amenaza la catástrofe ecológica, pero nadie entre los que pueden quiere dar los pasos necesarios para iniciar la gran rectificación que debería extraerse como lección principal de estos años aciagos de violenta globalización, así que no extraña que el diálogo esté a escala mundial en un punto cercano a la muerte clínica: grandes y retóricas reuniones de los jefes acompañados por una estela de tribus regionales sin voz propia, donde al final se escucha la desafinada cantaleta de los más fuertes: el G-2 (Estados Unidos y China).

Resulta evidente que en ese maremágnum de cambios nada permanece en su sitio. Los viejos ideales incumplidos de los siglos XIX y XX o se renuevan bajo fórmulaciones sustentadas en las realidades objetivas del mundo contemporáneo o se extinguen bajo el frío de la retórica de los políticos cuyo destino no puede ser más que el olvido. Las propias Constituciones, y la de México no tendría que ser la excepción, se ajustan a los cambios dictados por la época, aunque en ocasiones la oportunidad se aproveche para liquidar de su texto aquellos preceptos que la vida aún los hace válidos y legítimos, como instrumentos esenciales para emprender la larga marcha de las grandes reformas sin calcar de los recetarios de moda las soluciones que mejor convienen a nuestra historia. Por eso es crucial fijar la agenda del diálogo, alejarlo de la trivalialidad mediática. Hay asuntos capitales pendientes.

Ya el Presidente, que ha visto y tolerado el uso y el abuso de los recursos públicos en las campañas, y las oposiciones que también hicieron los propio para ver quién llegaba más lejos, reitera su llamado al diálogo, pero no para hacer balance de la caída antidemocrática del sistema electoral, cuya distorsión puntual comenzó tras la alternacia con el desafuero y culminó con la desatrosa actuación del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en 2006, sino para acordar la agenda de las reformas estructurales que, como extensión de la vieja política en crisis, Felipe Calderón ofrece como solución a todo mal. En realidad, el Presidente, Beltrones o Camacho, piden poco y demasiado a la vez con este enésimo llamado al diálogo. Poco, porque a estas alturas de la crisis moral, social, económica e institucional de México, el país requiere para reconstruirse de algo más que un simple acuerdo entre los jerarcas de la clase política y sus homólogos del mundo empresarial. Ese camino se ha intentado mil veces bajo la hegemonía de los intereses más fuertes, sin cambiar en un sentido democrático la finalidad del Estado impuesta durante décadas de connivencia entre las clases dominantes a expensas del proyecto popular, aun si para ello se enterró el estado de derecho y se fortaleció la institucionalidad al servicio del poder. Cabe recordar que los grandes acuerdos implícitos y explícitos en los que estuvieron involucradas esas fuerzas (salvo la reforma electoral de los años 90) lograron crear a contracorriente de los dictados de una realidad (energética, comunicacional, financiera) que hoy se estima irreversible, sin consideración alguna por los intereses ciudadanos que no son más que los intereses nacionales invisibles para ellos.

Por eso, para iniciar un diálogo productivo habría que acotar los temas y los sujetos, perfilar las cuestiones ineludibles de hoy y la reflexión sobre el futuro, como se ha hecho en el documento Equidad social y parlamentarismo (ver Instituto de Estudios para la Trancisión Democrática, www.ietd.org.mx), un texto que ofrece el marco de análisis pero también propuestas puntuales para cambiar el rumbo del régimen político, asunto que viene madurando en la medida que la improvisación de la postransición viene haciendo agua. Pero hay algo más: no basta ganar, hay que convencer. Y educar. Es increíble que el gobierno proponga el Gran Diálogo con las fuerza vivas y al mismo tiempo reprima –esa es la palabra justa– a los trabajadores electricistas, cuyo único delito es pretender preservar su fuente de trabajo. A los abogados laborales oficialistas se les llena la boca al citar las resoluciones de la Corte. Pero la necesidad de acatarlas no exime a nadie del derecho a criticarlas. El conflicto con el SME lo creó el gobierno de Felipe Calderón, pues éste eligió la oportunidad, la excusa (liquidar una empresa en quiebra), si no el camino para echar a la calle a un incómodo contingente de miles de operarios a los que se les niega la oportunidad de reubicarse en la empresa que en teoría sustituye a la ahora liquidada. ¿No es eso política? Y su resultado, ¿cómo se llama? Simple. Represión. Bienvenido el diálogo.