Opinión
Ver día anteriorJueves 8 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El tiempo se nos cayó encima
C

ada día las noticias son más angustiantes; el país ya se nos fue de las manos a quienes lo habitamos, a quienes deberían gobernarlo con eficacia, a quienes lo observan desde lejos. Y esa angustia se ha apropiado de nosotros sin que se ofrezca un vislumbre de cómo librarse de ella.

Nos abruma la insoportable violencia que ha ido ganando terreno en todo el país de manera cada vez más creciente y que ha sido adjudicada al crimen organizado. Me inclino a pensar que esta guerra abrió la tapa de la caja de Pandora. Dicha caja contiene los gérmenes que nos han llevado a esta situación horrible. Y en la base se destaca el problema mayor del país: la corrupción. La corrupción que se cuela como la humedad en todos los rincones. La corrupción, desde luego, pero también hay una especie de esquizofrenia en el discurso oficial que acaba por producir mayor angustia en la población, que no sabe si creer en sus propias percepciones o en aquello que se le dice.

La corrupción ha viciado endémicamente las soluciones a los problemas del país. En la educación, por ejemplo, se entrampan en obvias y tendenciosas maniobras quienes deberían estar a cargo de ésta en bien de la niñez. Ello no es así, bien que lo sabemos. Hay tal descuido, ignorancia y el desinterés más grande para preparar a los niños y jóvenes para enfrentar el futuro bien pertrechados. Estas personas llegarán a la vida adulta inermes y con escasos valores cívicos y de educación, en general, que los harán susceptibles a las corruptelas o que los harán caer directamente en el delito para sobrevivir. Porque están lejos de haber sido resueltas sus posibilidades de alimento, salud y vivienda dignos. Baste ver la fila de niños en las esquinas para saber cómo muchos miembros de esta generación acabarán perdiéndose. Y duele el corazón de impotencia.

Buscando una figura para ilustrar lo que sucede a este pobre país nuestro, se me ocurre la del rey Midas, que todo lo que tocaba lo convertía en oro. Ello se volvió un tormento para el rey, ya que el pan, el agua, todo, se transformaba en metal. Eso parece suceder con la gente que va en ascenso, ya sea en cargos públicos, ya en la iniciativa privada. Las quizá buenas intenciones de cualquier proyecto se trastocan y, sí, se hacen oro para sus gestores, pero se empantanan, se entrampan para quienes deberían recibirlo.

Así, la justicia no se ofrece (el juez o el magistrado, por ejemplo, pueden beneficiarse del oro), las policías no cumplen con su cometido, el Ejército abusa de su fuerza, la burocracia se enreda en beneficio propio y los altos funcio- narios se enriquecen con desvergüenza, los magnates compran privilegios fiscales, los políticos se amurallan en sus castillos malhabidos y exhiben su podredumbre desde lo electoral hasta el desempeño total de su cargo.

Y así hemos vivido por décadas o centurias, pero ahora el tiempo se nos ha caído encima y nos hundimos en este horrendo estado de cosas. La ineficacia flagrante del partido en el poder ha llegado a desencadenar extremos no vistos antes. La violencia sin ponderar de la guerra desató esta atroz respuesta de violencia que tiene aterrorizado al país entero y que amenaza con lesionar gravemente las instituciones.

No se ve fácil el camino que pudiera colocarnos en una posición menos sangrienta, cuando cada vez más regiones caen en situaciones extremas, donde la ingobernabilidad se apodera de dichas zonas bajo la mano del bestial poder desatado del narco. No se ve fácil y tampoco nuestro país es el único que sufre esta descomposición tan terrible, aunque de ninguna manera sea consuelo.

Pero el problema se inició antes, cuando no hubo voluntad de parte de los poderosos, pero tampoco de sus subalternos para trabajar en bien de la nación. Cada uno estaba preocupado sólo por acrecentar su hacienda y no por mejorar las condiciones de vida generales, y nadie se preocupó por estrechar los márgenes tan grandes de desigualdad que hemos sufrido a lo largo de este tiempo que ahora se nos vino encima.

¿Qué harán esos niños que deambulan por las esquinas con su caja de chicles? ¿Qué harán esos jóvenes malabaristas de los semáforos? ¿Les será placentero asolearse o mojarse con la lluvia estirando la mano en busca de la mirada del conductor que los elude y sigue de frente? ¿Qué sucederá con los jornaleros en la pobreza del campo? ¿Y si alguien les ofrece un cambio radical de condiciones económicas cuando nadie les ofrece un trabajo digno? ¿Qué harán entonces? Así, poco a poco se irán insensibilizando, bestializando hasta convertirse en este grupo (pese a la oratoria oficial) cada vez más nutrido que el gobierno combate porque antes no se combatió la pobreza, la ignorancia, la falta de atención para la salud. No se trabajó lo suficiente en la creación de empleos, ni el gobierno ni la iniciativa privada, poco dispuesto el primero a llegar al fondo del problema si rebasa el sexenio. Y la segunda, luchando por defender sus prebendas a costa de salarios laborales miserables que pueden contribuir también a llevar a las personas a buscar otras alternativas.

Ahora, bajo el peso insoportable del tiempo que se nos escapó sin provecho y la angustia apoderada del estado de ánimo de la población, sería bueno reflexionar en serio y entre todos sobre cómo encontrar luz en la oscuridad de este camino de corrupción que ha sido el nuestro.