Mujer, justicia y educación
en espacios de reclusión

Marisa Belausteguigoitia Rius

éxico enfrenta hoy una de sus peores fracturas, no hay ámbito que no esté siendo percibido como atacado, minado, corrompido. Sobre todo impera una certeza: vivimos en una nación desbordada de injusticias, arbitrariedades y una enorme corrupción que afecta a toda la ciudadanía, pero en particular a su población más vulnerable (jóvenes en pobreza, mujeres e indígenas). Nos percibimos presos tanto del crimen organizado como de los sistemas de justicia de este país. Sin embargo, existen algunos espacios libres en nuestra nación.

De una forma un tanto esquizofrénica, el D.F. es una de las ciudades más modernas jurídicamente hablando; puede constituir una oportunidad educativa y un espacio pedagógico, ya que nos vemos incitados a preservar y luchar por las reformas, las leyes y las prácticas de libertad que en él se buscan. Un lugar donde percibimos algunos ejercicios fundamentales de democracia y equidad, sobre todo si los comparamos con las medidas que en otros estados se están aprobando, algunas de ellas de franco ataque a las mujeres, como la aprobación en 18 estados de las reformas a la Constitución que avalan la vida desde la concepción y la reciente negativa del gobernador de Jalisco a administrar la píldora del día siguiente como parte de la Norma 046,1 asunto dirimido en la Suprema Corte de Justicia de la Nación como un desacierto que el estado debe corregir.

Habitar en el D.F. significa vivir en un espacio donde las mujeres pueden decidir sobre sus ideas, sus posibilidades, sus grados académicos o sobre su maternidad. Hemos aprobado la despenalización del aborto, contamos con 14 hospitales y dos clínicas especializadas que llevan a cabo la interrupción del embarazo; los ciudadanos que se viven como sexualmente distintos pueden mostrarlo con mucha más seguridad y pueden lanzarse al terreno complejo y demandante del matrimonio; las personas con VIH o con sida pueden disponer de medicamentos en hospitales designados para ello.

Estos logros son una oportunidad educativa y un espacio pedagógico, pues entender, aprovechar y apoyar estas medidas democratizantes, modernas, humanas y fuentes de equidad y libertad, ha implicado un largo proceso educativo que nos ha permitido como ciudadanía entender algunas de las desigualdades respecto a las mujeres y algunos de los conceptos y situaciones referentes a la sexualidad y la salud pública. En otros estados las mujeres y la ciudadanía con preferencias sexuales distintas van de cerco en cerco, vigiladas, acosadas y hasta encarceladas por ejercer su derecho al deseo, al cuerpo, a la vida con libertad de decisión sobre amores, pasiones y tipos de obligaciones.

Dentro de los penales femeninos del D.F., la educación / capacitación de las mujeres es en su mayoría readaptativa, sí, pero a su rol de mujeres que no merecen una propuesta laboral digna y diversa.

En México hay más de 300 mujeres encarceladas por abortar; el número, como tantos otros que implican violencia hacia las mujeres, es una mera aproximación, pues se les consigna por el delito de homicidio. Gracias a grupos como GIRE, hemos detectado órdenes de aprehensión contra médicos y procesos iniciados en contra de quienes han practicado un aborto, incluso cuando era necesario para salvar la vida de la madre. En algunos espacios del D.F. vivimos con perspectiva de género. Sin embargo, hay abismos en esta ciudad, espacios en los que es necesario intervenir con la misma impronta pedagógica de construcción de prácticas y saberes que nos conduzcan a una vida con equidad y sentido de la justicia. Uno de estos es el de la impartición de justicia y su sistema penitenciario. Quienes nos jactamos de vivir en una ciudad moderna, oasis educativo con medidas democratizadoras, nos desconcertamos profundamente cuando nos percatamos de la forma en que se imparte justicia, en particular respecto a las mujeres de esta ciudad, y más a las que viven en pobreza económica. En ese ámbito, las diferencias entre hombres y mujeres desfavorecen abismalmente a las mujeres. La educación en perspectiva de género permite apreciar cuando la diferencia se transforma en desigualdad. En el mundo de la simulación de seguridad y justicia, se castiga a las mujeres por añadidos al delito que provienen de la categorización medieval y discriminadora de lo que debe ser una mujer. Los y las jueces en su abrumadora mayoría consideran que las mujeres han venido a este mundo a dar vida, consolar y amar nutriendo, por ello, cuando cometen un delito, son sancionadas con castigos excesivos y mucho mayores que los de los hombres, pues una “damita” no debe robar, ni drogarse, ni mucho menos matar. A los varones se les perdona y se entiende mejor que incurran en algún vicio, que eliminen o maltraten a sus mujeres que los “sacan de quicio”. A las mujeres que delinquen se les atribuye una dosis de maldad adicional por el hecho de ser mujeres; en ellas, el delito es insoportable.

El sistema jurídico castiga a las mujeres que no fungen como madres comprensivas, sacrificadas y nutrientes, y si además son pobres, las penas se duplican. Por otro lado, si consideramos la variable económica, los juicios pueden cambiar: una “damita” de clase alta tiene mayores posibilidades de ser juzgada con equidad que una mujer pobre; ella es un pleonasmo: mala mujer y mala madre que reproduce con su pobreza las tentaciones del delito (cómo si en este país los más pobres fueran los que más delinquen). Desde el punto de vista conservador y machista de estos administradores de la justicia, las más honestas deben ser las mujeres y las más limpias de todo crimen, las pobres.

Debemos mirar desde una perspectiva de género la situación de las mujeres dentro de las prisiones del D.F., poniendo énfasis en la desigualdad. Existe muy poca información acerca de sus necesidades particulares y experiencias frente a la ley y en prisión; toda particularidad se subsume en las estadísticas de los hombres, invisibiliza la especificidad de la discriminación, que da a las mujeres hasta 30% más de pena por el mismo delito y se ignora la precariedad de sus opciones en prisión, sobre todo educativas y en el ejercicio de su intimidad.

Las mujeres sólo pueden recibir visita íntima si es de su marido o su pareja estable. Su placer sexual, su intimidad se hace imposible por la sencilla razón de que, en su abrumadora mayoría, los esposos o parejas “estables” las abandonan (de cualquier manera, pero más si están en prisión). ¿De dónde va a sacar una mujer un hombre “estable” si está recluida? En el caso de los hombres, las mujeres de todos tipos y posibilidades circulan sin ningún impedimento a “la visita íntima” y la burocracia es mucho más simple, pues el sistema entiende que “la testosterona” es imperativa y requiere de mucha y diversa compañía; las “damitas” deben ejercer la contención.


Foto: Hugo Humberto Plácido da Silva

Dentro de los penales femeninos del D.F., la educación/capacitación de las mujeres es en su mayoría readaptativa, sí, pero a su rol de mujeres que no merecen una propuesta laboral digna y diversa; pareciera que el concepto de readaptación se reduce a reacondicionar a las mujeres a su lugar de “damitas” que se dedican a las labores manuales, cuyas habilidades y eficiencia laboral no rebasan las tareas más tediosas y repetitivas (incontables cursos de rafia, migajón, ensartado de collarcitos). La paga es ridícula: 150 a 250 pesos a la semana con días de hasta 10 horas de trabajo. Además, la situación en salud sexual y la maternidad es alarmante: los servicios ginecológicos son nulos, y no existen, o son precarias, las guarderías y otros servicios para niños o bebés en prisión.

Requerimos acciones de carácter pedagógico y educativo: una política que favorezca la diversidad de funciones de las mujeres, que incida con equidad en las relaciones entre los géneros y, de manera muy especial, en la forma en que son percibidas por la justicia; sobre todo, una transformación radical de las opciones educativas y sexuales en las cárceles de nuestra ciudad.

No, el D.F. no es un espacio con equidad. La misma impronta educativa, de conciencia y de transformación que nos llevó a entender las diferencias entre hombres y mujeres, y a favor apoyar la decisión de éstas sobre sus cuerpos en la despenalización del aborto, debe ahora llevarnos a influir en los jueces y en el sistema penal, que condena con dureza a las mujeres que delinquen, intenta readaptarlas para la minusvalía y castiga con excesos inimaginables a aquellas que abortan.

Marisa Belausteguigoitia Rius es directora del Programa para Estudios de Género (PUEG) en la UNAM.


1 NOM-046-Ssa Violencia familiar, sexual y contra las mujeres.

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