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Ver día anteriorDomingo 27 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿La Fiesta en Paz?

Evocación del que no llegó a Los Pinos

E

n la torería de El Pana –comienza el poeta y escritor tlaxcalteca Manuel Camacho Higareda en este agudo y sensible texto– la pasión gobierna mucho más que la razón. Como torero, en cada tarde se presta a los demás pero sólo se entrega a sí mismo. En la calle, Rodolfo Rodríguez realiza el acto mayor de todos los espectáculos: no ser otro sino el que es.

El virtuosismo de muchos es altamente apreciado por casi todos, pero la originalidad de muy pocos es admirable, turbadora, soberbia, conmovedora, fascinante, encantadora. Aquél se halla en las medianías de una bien trabajada ortodoxia, si acaso en el riesgo estándar de los clasicismos; ésta se regodea en los escarpados extremos, al filo del desprestigio, desafiante de los veredictos gravitacionales.

La visión de El Pana no medra en la idea moral de la tauromaquia, sino que se arroja a las recónditas posibilidades de sus temibles y a la vez adorables personajes: el coleta y el paisano. ¿Quién de los dos toma turno en la sinrazón, en el atentado a las normas y a las buenas maneras? Genésica paradoja, como el huevo y la gallina: ¿cuál de ambos es la figura y cuál el figurador? Los dos son protagonistas. No pueden ser menos.

No es egresado de academia alguna. No estuvo expuesto a las producciones en serie ni a ningún tipo de clonación. El Pana es quizá el único sobreviviente de los toreros hechos en la legua, aquellos que por naturaleza propia y silvestre garantizaban singularidad. Qué lejos se encuentra él de lo común, de lo regular. Pertenece a un sector minoritario. Su minoría es de uno. Los del sector mayoritario deben lidiar a la sosa verdad de que los que llegan primero tienen ventaja. El Pana, si acaso, se ofrece cada vez en la versión más brillante de sí mismo, igual en la gloria que en el petardo.

Pero decíamos que ya no hay otro de los de su tipo. Contemplamos los vestigios del pensamiento agitanado, el de pegar la espantá cien veces y luego con un lance, uno sólo –su gitanísimo trincherazo, por ejemplo–, la síntesis de todo, redimirse: desde Rafael El Gallo hasta Curro Romero y De Paula. Para toreros de su talante, ceñirse al racionalismo significaría la eliminación del arte imprevisible, del misterio iconoclasta, de un romanticismo profundo, rayano en lo surrealista. Cuando al Pana le vemos una faena es porque le viene del corazón, no de los manuales del toreo.

Su toreo es el canto de la imaginación, de la gracia voluble que, a ratos en volandas y a veces a tumbos, nos lleva de la expectación al chasco, a la rechifla y, en un pellizco de tiempo, al éxtasis colectivo: un par de Calafia puede ser la voluta insospechada del ardor, un rapto que libera el fuego de la emoción. El Pana se mueve con liviandad en la línea de los contrasentidos, mas no de las contradicciones. Lo inesperado seduce y él es un seductor, amante fecundo de la indómita sorpresa, procreador inagotable de imágenes. Su telurismo decreta el ánimo de los aficionados.

En el terreno de lo social las acciones y los dichos del paisano y del torero se distinguen por una cáustica ironía que socava el stablishment de los taurómacos y de los prescribidores de la buena conducta: cuando pronuncia puta dice virgen sagrada, madre generosa, eterna gratitud; cuando menciona gachí dice primera dama.

Absurdo, ridículo y patético son adjetivos fáciles; lo difícil es reconocer que un loco de semejante calado sabe hacer muy buenos nudos en la garganta… –concluye el maestro Camacho Higareda.