Opinión
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Mar de Historias

Bajo el puente

H

ace tiempo corrió el rumor de que el bajo-puente dejaría de ser estacionamiento de combis para volverse pista de patinaje. Nadie lo creyó. Resultaba difícil que un espacio tan árido, tan contaminado, pudiera parecer atractivo a los aficionados al deporte.

Cuando empezaron los trabajos de acondicionamiento pasamos de la incredulidad a las protestas. Algunos las fundaban en el temor de que, con la excusa de divertirse patinando, se reunieran aquí vagos y drogadictos; otros alegaban lo inadecuado del espacio. Entre la pista y la avenida no había ni hay muro de contención. Cabe el riesgo de que un patinador, al hacer un giro equivocado, caiga entre los automóviles, los camiones y los tráileres que circulan por aquí a toda hora.

Protestas y temores fueron inútiles. Una mañana aparecieron en el bajo-puente jóvenes vestidos con pantalones amplios, camisetas ajustadas y tenis extravagantes. Al principio se deslizaban en sus patinetas como estudiando el terreno; después lo hacían con una agilidad asombrosa que despertó la admiración de automovilistas y peatones.

Al cabo de unas cuantas semanas ocurrió otra cosa inimaginable. Según fue aumentando el número de deportistas y espectadores, el bajo-puente se convirtió en una tablita de salvación. Muchos desempleados, como yo, pudimos salir adelante convirtiéndonos en vendedoras de agua, refrescos, frituras y toda clase de chucherías.

Mi ramo son los adornitos de metal. Me gusta cómo brillan y suenan. Los muchachos me los compran para decorar sus pantalones y sus patinetas. Mi mejor cliente se llama Froylán, pero le gusta que le digamos Escairraider. Según él, esa palabra significa en inglés algo así como jinete del cielo.

II

Escairraider y yo somos los primeros en llegar y los últimos en irnos del bajo-puente. Él se pasa las horas aquí porque no quiere estar en su casa; yo, porque no tengo para quién volver a la mía. Tal vez las cosas serían distintas para los dos si la madre de Escairraider no trabajara tanto y yo no hubiera vendido mi piano. Con él me sostuve muchos años dando clases a niños.

En mis mejores tiempos llegué a tener ocho alumnos. Me pagaban poco, pero juntando todas las mensualidades podía cubrir mis gastos. Por desgracia luego se nos vino la crisis económica, mis alumnos se fueron y con ellos mis cosas de valor. El piano es lo único que me duele haber malbaratado. Me lo heredó mi tío Justiniano. Él me enseñó a tocarlo y me despertó el gusto por la música. Nunca pensé que viviría de ella.

Por algún tiempo fui maestra de piano en la escuelita de una prima. Gracias al parentesco, Chela no me pidió certificado de estudios. A cambio de esa ventaja me daba un sueldo bajísimo. Resistí hasta que me enteré de que en una academia que está por Mar Mediterráneo buscaban sustituta para la profesora de música que iba a tener un bebé.

Conseguí la plaza. Estaba contenta. El gusto me duró poco. Madre de unos gemelos, la maestra Marta reapareció y le devolvieron su puesto. Entonces no me quedó otro remedio que poner un cartelito en mi ventana: Se dan clases de piano.

Todo esto se lo conté a Escairraider la mañana de un domingo en que llovía a cántaros. La avenida estaba desierta y sólo nosotros llegamos al bajo-puente. Como encontró la pista anegada, Escairraider no podía patinar, así que se puso a mirarme mientras ordenaba mis adornitos de metal en el muestrario. De pronto me preguntó desde cuándo me dedicaba al comercio. Fue cuado le platiqué de mis tiempos de maestra, de mi piano y de lo mucho que lo extraño. A veces no puedo contenerme: recorro la mesa mis dedos, me hago las ilusiones de que es un teclado y oigo la música, mi música.

A cambio de mi confesión, pensé que tenía derecho a saber cómo Escairraider había aprendido a patinar tan bien. Me dijo que por una desgracia.

III

“Mi padre trabajaba en una fábrica de jabón. Un Día de Reyes hubo reparto de juguetes entre los hijos de los obreros. Me tocaron unos patines. No me dio gusto porque tenía miedo de ponérmelos, caerme y que los niños de la vecindad se burlaran de mí.

“Cuando se lo dije a mi a mi padre prometió que al domingo siguiente iba a llevarme a la segunda sección de Chapultepec. En las pistas que hay podría practicar a mi gusto con los patines. De la emoción, en toda la noche no cerré los ojos. Cuando me levanté vi a mi mamá preparando unas tortas. Mientras me daba grasa en los zapatos mi padre fue por unos refrescos.

“Salimos de la casa a las nueve de la mañana. Mi padre quería que, antes de ir a Chapultepec, nos detuviéramos en el panteón de Dolores para visitar la tumba de mi abuelita Arcadia. Mi mamá no estuvo de acuerdo en mezclar una cosa con otra. Mi padre se molestó con ella y le dijo algo que nunca he olvidado: ‘De los muertos ni quien quiera acordarse’. Allí paró la discusión.

“Esa mañana pasé uno de los mejores momentos de mi vida porque me sentí niño, pero niño de de veras con una mamá que me sonreía y un padre que iba junto a mí para impedir que me resbalara con los patines o para frotarme los raspones.

“Cuando me cansé nos sentamos a comer en el pastito. Me hubiera gustado quedarme allí toda la tarde, pero mi padre dijo que ya era hora de volver. Más tarde las combis irían repletas y él necesitaba acostarse temprano para llegar a tiempo a la fábrica.

“Lo recuerdo todo como si estuviera sucediendo ahorita: mi madre envolvió en las servilletas de papel los restos de la comida y fue a tirarlas a un bote de basura. Mi padre unió las correas de los patines y se las echó al hombro mientras yo le decía que iba a convertirme en un gran patinador. Se rió. Me ofendí y le juré que lo haría. Él me acarició el cabello. Caminamos junto con otras familias hasta la salida. Allí me di cuenta de que había olvidado mi suéter en el pasto.

“Sólo mi madre y yo fuimos a buscarlo. En el momento en que lo encontré oímos un frenón, gritos y un coche a toda velocidad. Corrimos a ver qué había sucedido pero no imaginábamos lo que íbamos a encontrar: mi padre tirado en la banqueta y cerca de él los patines. Una de sus ruedas giraba igual que unos minutos antes, cuando me sentía el niño más feliz del mundo.

“El dueño de la fábrica se portó bien. Ayudó con los gastos del entierro y a mi mamá le dio trabajo como ayudante del aseo. Ella se pasa todo el día fuera de la casa. Vuelve muy noche, cansadísima, a veces sin fuerzas para cenar conmigo o preguntarme cómo me ha ido en la escuela. Si lo hiciera no sabría que contestarle porque hace mucho que ya no asisto a clases. Me la paso patinando todo el tiempo hasta que se me antoja volver a la casa. No sé para qué. Mi mamá, cuando no está dormida, está tomada o en compañía de algún tipo.

¿Cómo ve que así haya aprendido a patinar? A muchos de mis vecinos les parece mal que esté aquí todo el tiempo en vez de conseguirme un trabajo para ayudarle a mi mamá. Lo siento, no pienso dejar de venir. Me gusta mucho el sonido de las ruedas contra el cemento. Cuando voy muy rápido dejo de oírlo todo. Me entra una especie de mareo y me imagino que estoy viviendo otra vez aquella mañana con mis padres en Chapultepec.