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El último suspiro del conquistador / XXXVII

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I

nsuflar el ánima de su Señor en el cuerpo de otra persona: ¿cómo podría hacerse aquello? El almero Tomás pasó muchas noches de insomnio tratando de resolver dos problemas: el primero era hasta qué punto podía considerarse lícito matar a un zombi, un esclavo, uno que ya estaba muerto en vida, según las enseñanzas de El Negre, y que, sin embargo, ostentaba una personalidad, unos recuerdos, además de funciones fisiológicas completas, y que, para colmo, hasta presentaba cierta capacidad de distinción entre el bien y el mal. Garcí, su zombi personal, comía, bebía, desechaba, poseía reflejos, hablaba y, sobre todo, reía, reía muchísimo. Podía entablarse con él una conversación  simple, aunque carecía de perspicacia para seguirla en cuanto la plática derivaba por terrenos situados fuera del ámbito de los recuerdos personales, las percepciones del presente y una que otra consideración básica. En algunas ocasiones, Tomás se preguntó si lo que le faltaba al peninsular resurrecto no era el alma, sino la inteligencia.

El otro problema no era de índole ética, sino mecánica: suponiendo que Garcí se dejara torcer el pescuezo, pensaba Tomás, ¿cómo haría para asentar en su organismo saludable el alma del Conquistador? Ésta se encontraba en un frasco de vidrio, y Tomás conocía el secreto para guardarla allí: había que moldear un ducto entre la boca del recipiente y una de las fosas nasales del cliente con gasas dúctiles previamente mojadas en cera de Campeche, barro o cualquier materia flexible que se tuviera a mano. Luego se había de esperar al momento postrero, identificarlo mediante las señales sutiles con que un organismo vivo anuncia que está a punto de cambiar de condición, y en ese instante preciso, colocar el frasco con el rudimentario acoplador a uno de los agujeros de la nariz, obturando el otro con el dedo o con un tapón de esparto y empujando la quijada inferior hacia arriba para mantener la boca bien clausurada. En siglos posteriores, algunos profanos que tuvieron noticia de las artes de la almería se hicieron cruces por la cuestión de cuál de las dos fosas era la indicada para recibir el ánima. Los profesionales lo tuvieron claro desde siempre, y era sencillo: si el individuo era diestro, su espíritu saldría del cuerpo por la fosa izquierda, y si era zurdo, por la derecha. El último suspiro producía un ligero impulso seco en el recipiente. Luego venía el paso final de la operación, consistente en cerrar el frasco o vasija a toda prisa. Pero, ¿cómo realizar la operación inversa, es decir, pasar el ánima de su recipiente a un cuerpo? Tomás lo pensó durante muchas noches, y cuando dio con una solución, ya corría el año de 1549 y él, junto con su esclavo Garcí, había fijado su residencia en una remota localidad del Soconusco.

* * *

–¿Con quién viaja tu patrón? –preguntó el comandante de la policía municipal a uno de los operarios de Juan Riestra.

–Con un chalán que se llama Rufino.

–¿Se van de putas?

–Pues... antes como que sí, pero desde que anda llevando a ese tal Rufino no le hemos sabido nada... A mí se me hace que una de dos: o ese chavito es su hijo natural, o mi patrón ya se volvió puñal.

El comandante ordenó que localizaran el alojamiento de Riestra y de Rufino en el pueblo y los colocó bajo espionaje. Un agente, provisto de un estetoscopio, un bolígrafo y una libreta de taquigrafía, debía apostarse en la puerta de la habitación para escuchar lo que ocurría en ella. Otro, acompañado por un fotógrafo, esperaba, agazapado, al final de un pasillo.

–Si platican, apuntas en la libretita lo que digan –instruyó el jefe policial al oreja de la puerta–. Si oyes que cogen, les haces una seña a los otros dos, tiran la puerta, les sacan fotos así como estén, y me los traen.

* * *

Triunfar había sido su castigo. Los problemas en la corte, las maquinaciones mezquinas de los funcionarios que jamás empuñaron una espada ni cruzaron un río caudaloso, los procesos por el homicidio de su primera esposa, las imputaciones traicioneras y soterradas, le echaron a perder la vida. Muchas veces, en la angustia de las travesías marítimas interminables y en la atrocidad sanguinolenta de los combates, había soñado con la vida muelle y apacible que le esperaría una vez que hubiese transitado por aquellas dificultades.

Años más tarde, envuelto en las conspiraciones sordas del poder, que no podían zanjarse con un tajo de hierro filoso, sintió nostalgia por los tiempos de la aventura, por la conmoción del descubrimiento, por las muchas jornadas que lo llevaron de asombro en asombro y de intensidad en intensidad. Todo cuanto lo había maravillado ya no estaba: él mismo se había encargado de destruir aquel mundo, piedra por piedra, cabeza por cabeza, tronco por tronco cercenado. En vez de conservar lo diferente, para disfrutarlo, había edificado, sobre las ruinas del hallazgo, una extensión del mundo que conocía y que le disgustaba. Había consumido su existencia en la consecución de un botín cuantioso pero indefendible, no ante los indios, sino ante los propios españoles. Había agotado la fuerza de su carne y un día su cuerpo ya no tuvo condición para librar batallas ni para emprender expediciones. Por descontado, nunca habría de fundar una dinastía sobre las tierras conquistadas. Un marquesado, algunas mujeres, tres o cuatro palacios, rentas y arcones de oro para mantener sus mesas siempre servidas y sus carnes macilentas lujosamente envueltas. Eso era todo. Había desperdiciado su vida.

* * *

–Y creo que eso es todo –remató Jacinta–. Por eso es que quiero un especto... espectro...

–Espectrómetro –atajó el viejo Manuel.

–Espectro esa cosa. Quiero saber qué diablos hay en mi frasco.

–No deja de ser gracioso –dijo su interlocutor, mirando al techo– que tú creas tener un alma enfrascada y que quieras estudiarla con un analizador de espectros. Un espectro es un alma en pena, ¿no?

Jacinta sintió un impulso natural por seguir aquella exploración etimológica, pero le ganó la urgencia pragmática:

–¿Usted me puede facilitar el uso de uno de esos aparatos?

Manuel la miró fijamente por un rato demasiado largo. Cuando las muestras de nerviosismo de ella resultaron evidentes, se apiadó:

–Sí, claro. Puede ser en un laboratorio del Poli. O en un centro de investigación de Cuernavaca, en donde trabajan varios discípulos míos. En Cuernavaca, imagínate, ¡a unos cientos de metros del Palacio de Cortés! –rubricó, con una carcajada.

–¿Me está hablando en serio? ¿De veras? –urgió Jacinta, con un dejo de angustia.

–Sí, claro –repuso Manuel. Si tienes un teléfono celular,  ahora mismo llamo y acordamos una cita. Con suerte, y la semana entrante te dan tiempo en uno de los laboratorios.

Manuel se quedó un instante en silencio ante la expectativa de Jacinta, y agregó:

–Con lo que no voy a poder ayudarte es con la crisis que te va a dar si resulta que el contenido de tu frasco es nomás aire y dióxido de carbono.

(Continuará)