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El último suspiro del Conquistador /XXXVI

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principios de marzo de 1548, en el puerto de Santo Domingo, el almero Tomás y su sirviente Garcí, disfrazados del señor Garcí y de su sirviente Tomás, embarcaron en una nao con rumbo a la Villa Rica. Durante la travesía, el maya tuvo una idea que lo asustó: se preguntó si sería posible introducir en el cuerpo de aquel esclavo el ánima de su señor, don Hernando Cortés, la cual viajaba contenida en un frasco, el cual iba, a su vez, convenientemente estibado entre vestidos de mujer, en el corazón de su baúl. Se guardó de comentar la ocurrencia con Garcí, pero cuando ambos divisaron la costa veracruzana, Tomás estaba decidido a ponerla en práctica.

–¿Tú tienes alma? –preguntó a Garcí.

–No lo sé –respondió el peninsular–, y no me cuido por ello.

–¿Eres dichoso en este mundo? –exploró el brujo maya.

–Por seguro.

–¿Tienes miedo a la muerte?

–A fe mía que no, pues que entre vida y muerte no hay fatiga ni distancia –dijo Garcí, sin inmutarse.

–¿Y si yo tuviera que tomar tu vida? –exploró Tomás.

–Ya la tiene su merced –respondió el español, y luego soltó una carcajada que impresionó al circunspecto americano.

–Quiero decir... ¿Si yo te matara...?

–Dice mi antiguo señor que muerto ya estoy. Y si es deseo de mi nuevo amo volverme a esa condición, o confirmarme en ella, no es cosa que me desvele.

Tomás se quedó pensativo. Le atraía la idea de introducir el aire vital de don Hernando en el cuerpo de Garcí, pero era evidente que éste albergaba, si no una alma, cuando menos una persona, y sabrían los Señores lo que podría ocurrir con dos individuos en uso de un solo organismo. Si pudiera poner a su esclavo en el estado inerte de la tumba, para entonces insuflarle el ánima del Conquistador...

* * *

Durante más de 24 horas Andrés estuvo pegado al teléfono de Evaristo Terré, marcando el número de Jacinta en México. Desde que tuvo lugar su encuentro con ella en la estación ferroviaria de Montparnasse, había ido perdiendo, una a una, sus anclas en la vida: la estancia académica en el CERN, en la frontera franco-suiza, el rigor científico, la apasionada y loca historia de amor con la propia Jacinta y ahora, para colmo, descubría que el disco duro que contenía su trabajo de tres años se había quedado en aquella pinche casa de la colonia del Valle en donde nadie se dignaba contestar el teléfono. Todas esas pérdidas, juntas, le causaban un dolor casi físico y experimentaba algo que no había sentido nunca hasta entonces: un ataque de ansiedad.

Había perdido incluso los buenos modales que lo caracterizaban. Cuando su anfitrión le acercó la enésima taza de café humeante, Andrés la rechazó con un gesto exasperado:

–Ya no me hagas tragar más café, Evaristo. Mejor dame un trago, que ahora sí lo necesito.

Sin abandonar su sonrisa calmada, Terré se retiró con todo y la taza y se dirigió a su cocina inmunda.

–Tenés razón –le dijo, mientras sacaba una botella de la alacena–. Tú necesitas un trago. Tengo un roncico viejo de Caldas que le va a ayudar en sus pesares.

* * *

Rufino era Rufino de lunes a jueves, y el resto de los días, cuando recorría los tianguis del Golfo en compañía de Juan Riestra, se llamaba a sí misma Rufina, aunque en público sólo se dejase ver con ropas de hombre. Había conseguido introducir en su vida un equilibrio entre su cuerpo de varón y su sentirse mujer; no tenía claro si estaba enamorada de su compañero, pero le bastaba con sentirse atraída por él y pasar, a su lado, momentos de inmensa plenitud.  No aspiraba a otra cosa que prolongar en forma indefinida aquella circunstancia. Pero la vida se encargó de romperle la placidez. Ocurrió así:

Los camiones de Riestra no necesariamente viajaban a toda su capacidad. En tales ocasiones, algunos operarios de los vehículos solían pasarse de listos y ofrecían a agricultores y comerciantes de la zona el transporte clandestino de pequeños cargamentos, por los que cobraban la mitad de la tarifa. A Riestra no le inquietaban tanto las pequeñas ganancias que sus trabajadores le escamotearan, sino la posibilidad de que se involucraran en transportar algo ilegal, pues el problema sería para el dueño de la empresa. La razón principal de sus viajes de fin de semana por mercados ambulantes era, precisamente, detectar tales trampas, además de tratar directamente con sus clientes.

En una ocasión, ya cuando viajaba acompañado por Rufina, Riestra descubrió en uno de sus camiones, oculta bajo un cargamento de calabacitas, una caja de madera, de 90 centímetros de largo por 50 de ancho y 30 de fondo, que no formaba parte del contrato. Los tres que hacían la tripulación del vehículo se pusieron nerviosos. Riestra les ordenó abrir el contenedor y casi se fue de espaldas al ver en su interior granadas de mano bien acomodadas en las oquedades de un cartón como esos que se usan para empacar huevos.

–Qué chingados es esto –dijo en voz baja, sin mirar a sus empleados.

–No es... no... No es lo que cree, jefe. Es un encargo de la policía municipal –respondió uno de ellos, con voz temblorosa.

Riestra clavó en él una mirada perforante:

–¿Y de cuándo acá tú trabajas para la policía, cabrón? Se supone que trabajas para mí.

–Es que... es que... así nos evitamos problemas, jefe. No es algo por lo que cobremos, ni nada de eso –terció el machetero del camión–. Es... un favor que nos piden los polis...

Riestra sopesó esas palabras y se encontró metido en un lío: si lo que decía el hombre era cierto, sería ridículo y hasta peligroso presentar una denuncia contra los operadores del camión. Y si no...

–Bajen eso de mi camión y lárguense –les dijo Riestra a los tres operarios.

–Pero... ¿aquí? Cómo cree, patrón; ¿a medio tianguis?

–¡Saquen esas chingaderas! –gritó el empresario–. Si no lo hacen ustedes, las saco yo, una por una, y ahí las dejo tiradas.

Los trabajadores no tuvieron más remedio que obedecer. Cuando la caja estuvo en la acera, Riestra exigió que le entregaran la llave del vehículo, se trepó a la cabina, arrancó y se fue con rumbo al hotel en el que se alojaba. Sabía que estaba metido en un problema, pero se sentía incapaz de calar su magnitud. Y tenía otro conflicto: ahora tenía dos transportes y Rufina no sabía manejar.

–Hoy mismo le enseño –pensó, mientras conducía por las calles empedradas del centro del pueblo.

Pero no paró ahí la cosa. Los tres despedidos tuvieron que cargar la pesadísima caja hasta el cuartel policial. Cuando se presentaron ante el comandante, éste se enojó al verlos llegar así, de forma tan indiscreta, doblados bajo los kilos de la munición. Escuchó de los operarios la historia de su despido y más se molestó.

–Quién es ese güey para dejarme tirado un cargamento –dijo–. Ahora ya sabe para qué usamos sus camiones y tendrá que cooperar. Hay que darle una leccioncita.

(Continuará)