Opinión
Ver día anteriorLunes 29 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Aprender a morir

¿Un árbol que da moras?

C

on esas palabras definió un cacique la moral, no sólo para justificar sus procedimientos sino tras deducir que si el nogal da nueces, la moral da moras. Y sí, por su escaso nivel de conciencia la conducta humana, lejos de observar principios éticos generales que contribuyan a elevar aquélla, cae en el juego hipócrita de la moralina, en la adopción superficial de valores prescritos y, peor aún, en el nefasto hábito de equiparar conceptos enunciados con valores practicados, por lo que esta moral ha ayudado poco.

A los moralistas siempre les ha faltado espíritu, honesta lucidez para dar testimonio elocuente y habitual de aquello que predican, y refugiados en libros supuestamente sagrados y en doctrinas evidentemente fallidas intentan hacer de su moral respectiva un absoluto que se basta a sí mismo y al que deben plegarse todos, así vaya en contra de la propia conciencia, voluntad, inteligencia y dignidad de las personas.

Desde luego en toda institución siempre ha habido y habrá depravados y corruptos –en el 506 y en el 3 mil también, ampliando el cálculo del entrañable Discépolo–, pero que instituciones, en alarde de incongruencia con sus propios valores, primero, y de impúdico cinismo, después, solapen, oculten y disimulen actos cometidos por algunos de sus miembros en contra de niños y adolescentes, habla tanto de la doblez de las jerarquías cuanto de la inconsistencia de los valores que por siglos han pregonado.

Las estupideces cometidas en nombre de la doble moral son incontables y rebasan toda imaginación, desde las guerras llamadas justas por sus beneficiarios, hasta los lamentables arrepentimientos públicos de negros talentosos pero mujeriegos, pasando por la complicidad de papas y obispos cuando de utilidades se trata, pues está visto que en este planeta el supremo valor es el dinero. Quienes lo tienen creen ser, y quienes carecen de él aparentemente no existen, hasta que hartos y en masa demuestran lo contrario, una y otra vez, en tanto la falsa ética vuelve a asfixiarlos por inconscientes.

Así, en lugar de desarrollar conciencias claras, capaces de ejercerse en responsable libertad consigo mismos, con sus semejantes y con el planeta, el sistema que prevalece insiste en imponer y difundir valores idiotas –fidelidad y productividad– en perjuicio de la mayoría, como si en el próximo rechazo colectivo de esa moral los beneficiados fueran en otro barco o pudiesen escapar a otro planeta.