Opinión
Ver día anteriorDomingo 7 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

No sea así

L

levo aquí más de dos horas y ni para cuándo, se lamentó un hombre mientras tamborileaba sobre el legajo de copias fotostáticas que tenía en las rodillas. Se escucharon suspiros, protestas y la pregunta de una niña exasperada: ¿A qué horas nos vamos? Su madre se inclinó para murmurarle algo que provocó la sonrisa de su hija. Una trabajadora de uniforme azul entró para vaciar el cesto rebosante de envolturas: la ilustración perfecta de nuestra prolongada espera en la oficina de Cobros, Pagos y Aclaraciones.

En la puerta apareció un empleado y se dirigió a la recepcionista: Sara: que ya no entre nadie. ¿Pongo el letrero? Su jefe dio media vuelta y le dejó la responsabilidad de tomar la decisión. Por el gesto de Sara comprendí que le pesaba tener que rechazar a quejosos que tal vez vinieran de colonias remotas e inclusive de la zona conurbada sólo para que les acreditaran un pago o los resarcieran de una pérdida insignificante.

En el momento en que Sara iba a colgar el letrero apareció un muchacho jadeante: El elevador no funciona. Sara le devolvió la sonrisa: Está mal desde ayer, pero quién sabe por qué no habrán venido a componerlo. El recién llegado se enjugó la frente: ¿Dónde se piden las fichas? Aquí, pero ya no hay servicio. El muchacho le mostró su reloj: “Vea. Todavía no es la una y se supone que a las dos…” Sara se volvió hacia los que esperábamos turno para ser atendidos: Suspendemos el servicio a las tres. De aquí a esa hora apenas habrá tiempo para atender a todas estas personas.

El muchacho se frotó la nuca y se alejó hacia el cubo de la escalera: Papá: ya no subas. No hay servicio. ¿Y entonces?, gritó el hombre sin suspender el ascenso. La respuesta fue desoladora: Tendremos que regresar mañana. La recepcionista se puso maternal: Les recomiendo que lleguen tempranito para que se vayan pronto. Desde el descansillo de la escalera se escuchó una voz fatigada: Hijo: dile desde dónde venimos.

Sara no dio tiempo a explicaciones. Cerró la puerta y volvió a su escritorio. No es justo, dijo alguien. Aunque todos pensábamos lo mismo nadie secundó el comentario. Para rehuír nuestras miradas la recepcionista se puso a revisar sus cajones con mucho cuidado, como si en vez de contener papeles y frituras almacenaran explosivos.

II

Al cabo de unos segundos la puerta se abrió de golpe. Apareció un hombre con chamarra y pantalones de dril. Enseguida lo reconocí: era Máximo. En su cara redonda el tiempo no había hecho estragos ni borrado la cicatriz que desde la comisura izquierda alargaba sus labios en una media sonrisa. Señora, le suplico que me dé una oportunidad. No tardaré mucho. Traigo todos mis papeles en orden. Sara se limitó a una fría disculpa: Lo siento. Máximo lo intentó de nuevo: Señora, por favor, no sea así.

Esas palabras resonaron en mi cabeza con una fuerza acumulada durante años. Habían transcurrido l8 desde la tarde en que Máximo las pronunció ante mí. Entonces él hacía el trabajo doméstico en mi casa. Empezó sustituyendo a Clarita, su mujer, cuando ella se enfermó.

Pensamos que la suplencia terminaría cuando ella recuperara la salud pero no fue así. Clara decidió ponerse a lavar ajeno en su casa para consagrarse al cuidado de su hijo. Renato no iba muy bien en la escuela y, en opinión de su maestra, requería de mayor atención.

Al principio dudé de las capacidades de Máximo pero enseguida mostró gran habilidad para las tareas del hogar. Las había aprendido en el orfanato. Salió de allí a los l3 años con la primaria terminada y conocimientos de ebanista. Trabajó en varios talleres hasta que llegó a uno que abastecía de muebles a los pequeños almacenes.

La madre de Clarita preparaba comida para los obreros de la zona industrial. Su hija era la encargada de repartirla. De esa manera se hizo novia de Máximo. Se casaron y tuvieron un único hijo: Renato. Lo conocí muy niño. Le regalé un mecano cuando cumplió ll años. Ahora andaba por los 29. Era posible que no se acordara de mí. No podía esperar lo mismo de Máximo.

III

Máximo repitió la súplica ante la recepcionista: Señora: por favor, no sea así. Así. ¿Cómo? La pregunta burlona de Sara desencadenó algunas risas. Renato se impacientó: “Ya, papá: ¡no le ruegues! ¡Vámonos! Total: para dos mil pesos…”

Otra vez surgieron los recuerdos y también la vergüenza que había quedado en mí desde aquella tarde en que Máximo me suplicó frente a su hijo: Señora: por favor, no sea así. Su tono desbordó mi rabia y me volvió implacable: Lo que usted hizo está mal. Faltó a mi confianza. Por lo menos reconózcalo.

En aquel momento Renato no entendía lo que pasaba. Se acercó a su padre y lo tomó de la mano. Máximo le ordenó que lo esperara abajo. Me opuse. No. Que se quede para que vea la clase de padre que tiene. A punto de llorar, el niño permaneció inmóvil mirando hacia el interior del ropero abierto y desordenado. Grité: Yo guardaba allí el dinero. Mi esposo me dejó por si tenía alguna emergencia mientras él está fuera. Nadie más que usted entra aquí. ¿Lo tomó? Dígamelo para no seguir buscándolo como una estúpida.

Vi la cara de Máximo húmeda, enrojecida. La cicatriz parecía sangrar. Comprendí que estaba sufriendo pero no pude controlarme: A mi esposo le costó mucho trabajo ganar ese dinero y usted lo sabe. Lleva seis años con nosotros. Le di todo mi apoyo y ahora me sale con esto. ¿Se da cuenta de que traicionó mi confianza? El silencio de Máximo me volvió cruel: A lo mejor lo hizo antes y no me di cuenta. Explíqueme ¿qué más se ha llevado aparte de los doscientos dólares? Nada, se lo juro. ¿Desde cuándo es usted ladrón? Máximo se volvió a mirar a su hijo: Señora: por favor, no sea así.

Renato empezó a gemir. No llores. Aunque tengo todo el derecho del mundo, no voy a denunciar a tu padre. Allá él con su conciencia. Sólo le pido que me diga por qué tomó un dinero que no era suyo. Nunca olvidé la expresión de Máximo al responderme: Lo necesitaba. Dije que esa no era justificación y que nunca la habría para cometer un robo. Por más que apreciara a Máximo me resultaba imposible encontrar otra palabra para definir su abuso.

Máximo se inclinó y levantó la chamarra que había dejado caer al verse sorprendido en el hurto. Por una sola vez fui compasiva: Lo siento, pero esas cosas no se hacen. “Eso pensaba yo pero nunca se sabe. Le juro que jamás creí que yo…” No intenté comprenderlo, no quise imaginarme la magnitud de su desesperación y seguí enfrentándolo con su falta: El caso es que lo hizo y ahora tiene que pagar las consecuencias. Por lo pronto ¡se va! Usted sabe tan bien como yo que no puede seguir trabajando conmigo. ¡Váyase! No lo quiero ni un minuto más en mi casa.

Máximo extendió la mano pero ante mi hostilidad se retrajo: Me apena mucho lo que sucedió. Le juro que en cuanto pueda regresaré a devolverle su dinero. ¿Cómo lo conseguirá? ¿Robándoles a otros? Señora: por favor, no sea así. Me concreté a mirarlo mientras salía con su hijo. Desde el pasillo me llegó un gemido largo. Después sólo pasos descendiendo la escalera y el golpe de la puerta.

Pensé que nunca más volvería a ver a Máximo y sin embargo acababa de encontrármelo en la oficina de Cobros, Pagos y Aclaraciones. La coincidencia me pareció extraña.

IV

En la sala de espera se respiraba la incomodidad general. Las protestas y los gemidos de la niña eran ya incontenibles. Varias veces su madre le llamó la atención. La empleada de uniforme azul dijo al pasar con el cesto vacío: No la regañe. Pobrecita: ya se aburrió. El hombre con el legajo de copias fotostáticas se dirigió a la recepcionista: Oiga: llegué a las nueve. Vea qué hora es. No es justo que nos hagan perder tanto tiempo. Sara guardó silencio.

La niña redobló su llanto. El hombre a mi lado despertó de su sueño y no ocultó su impaciencia: Sólo a mis nietos les tolero esos berrinches. Con expresión ofendida la madre tomó a su hija de la mano y se acercó a la recepcionista: Creo que mejor vengo mañana. ¿Me servirá la ficha o tengo que sacar otra? Sara le dio una explicación mientras la acompañaba a la puerta.

Quedaron los dos lugares desocupados. Me sobresalté cuando ocurrió lo que temía: Máximo y su hijo fueron a sentarse. Sara les advirtió que era inútil. Sin turno no iban a ser atendidos. Se hace la lucha, murmuró Máximo. Estábamos frente a frente. Dijo algo al oído de Renato. El muchacho sonrió y él se puso a observarlo todo.

Al fin reparó en mí. Me miró fijamente. En su expresión no encontré ningún indicio de que me hubiera reconocido pero noté la humedad en su rostro y que su cicatriz se enrojecía. Fue suficiente para que yo volviera a oír, como l8 años atrás, una súplica: Señora: no sea así. Después, pasos en la escalera y el golpe de la puerta: otro cargo sobre mi conciencia.