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Ver día anteriorJueves 4 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Laicismo: ¿libertades absolutas, derechos limitados?
L

a cuestión no surge de la nada, como si se tratara de un debate de filosofía política en un seminario universitario. Se plantea en el Senado, luego de intensas campañas emprendidas por las iglesias, la católica en particular, contra reformas que amplían derechos, aun cuando éstos contravengan principios, dogmas, tabúes. Estamos, pues, ante un hecho político de la mayor trascendencia. La defensa del Estado laico, resumida en la reciente modificación del artículo 40 constitucional, expresa la voluntad de mantener en pie los valores laicos que, en principio, definen al Estado mexicano. En contra se alzan aquellos que, al opinar sobre asuntos debatibles desde el punto de vista moral o ideológico, en realidad atacan los fundamentos del Estado laico y el papel que en ellos les corresponde a las distintas asociaciones religiosas.

Lejos de favorecer la libertad de creencias, la disputa contra la despenalización del aborto o el matrimonio entre parejas homosexuales (que son los temas candentes, pero no los únicos) emprendida por el alto clero católico busca imponer en la ley su propia concepción de la vida, una moral que resulta excluyente para quienes no comulgan con su fe. Es fácil advertir que a nadie se le prohíbe (menos se le sanciona) expresar opiniones, incluso cuando son contrarias a la autoridad, pero en el camino de la contestación de las políticas públicas aprobadas por los órganos legítimos del Estado, algunos prelados han llegado al extremo de cuestionar la racionalidad del laicismo, sus fundamentos legales, todo para conservar o adquirir una privilegiada posición corporativa.

Para algunos, el problema está en la ley y no en la cabeza levantisca de ciertos obispos siempre dispuestos a la restauración de los buenos viejos tiempos. Otros, como el senador Pablo Gómez proponen restablecer los derechos de asociación política y de libertad de expresión de los sacerdotes de todos los cultos religiosos, propuesta que, en rigor, recicla las ideas que al respecto puso a circular el PCM en los albores de la reforma política que lo llevaría, finalmente, a su legalización, a una nueva fase del pluralismo en México, pero no a la rectificación de las actitudes ultramontanas de la derecha católica. Entonces se creía que tal manera de entender el laicismo era una forma de ser más consecuente e insospechadamente demócrata que la sostenida por los demás partidos, comenzando por el PRI de muy deslavados resabios jacobinos y fuertes reflejos autoritarios, pero, sobre todo, tenía la atención puesta en la oposición panista, en el antigobiernismo que estaba en disputa, aunque, dicho sea de paso, los herederos de Gómez Morin tampoco se rasgaban las vestiduras por ver a los curas encabezando partidos o haciendo campañas, pero, al igual que hoy, asumían el derecho de la Iglesia católica a dictar –por medio de la educación publica, el culto en la plaza o en los medios electrónicos– la visión del mundo, el código moral de la sociedad entera. La verdad es que los curas siempre se las habían arreglado para hacer política y no se inclinaron por cambiar la fachada cuando mejor interlocución tenían con el gobierno, gracias, entre otras cosas, a la actividad papal que vino a despertar al México siempre fiel y abrió las puertas para que Salinas reformara la Constitución. Como sea, finalmente, la mayor disciplina –y la principal restricción a la actividad política de los sacerdotes– se origina en el derecho canónico, es decir, de las leyes vaticanas que rigen el ejercicio de su profesión y no se avienen, como quisiera Pablo Gómez, a la carrera por los cargos de gobierno y puestos de elección popular, aunque sí se sentirían muy cómodos realizando proselitismo electoral desde el púlpito, arropados por toda la parafernalia religiosa y con la ley… de su lado.

Tal vez en un plano general y abstracto se pueda coincidir con Bernardo Barranco, nuestro gran estudioso de los temas religiosos, en el sentido de que, desde el punto de vista de los principios que rigen la laicidad (Pablo Gómez) tiene razón: en un régimen de libertades laicas el Estado no puede impedir que un individuo o una iglesia hagan valer sus principios y visiones, incluso las políticas, en el conjunto de la sociedad. Ninguna sociedad que se aprecie democrática puede impedir que una jerarquía religiosa ejerza su derecho a posicionar su doctrina sobre la vida y principios con los que debe conducirse la sociedad. Pero la cuestión del laicismo en México, la separación del Estado y la Iglesia católica, es un asunto histórico, constitutivo, incomprensible al margen de las condiciones que lo hicieron surgir y desplegarse desde la reforma hasta nuestros días como un componente clave del Estado nacional. El filósofo de la política, llámese o no Gómez, puede discernir en el gabinete cuáles son los alcances teóricos o morales del asunto, pero el político, por añadidura de izquierda, no puede reaccionar sin tomar en cuenta la historia, el significado concreto que en ella –y para el conjunto de libertades– adquiere la restricción de algunos derechos a los miembros del culto. En este, como en otros puntos, los derechos absolutos no existen. La inoportunidad del alegato ultrademócrata de Gómez, convalidado por el silencio de otros miembros de la bancada perredista, salta a la vista: en el texto citado, el mismo Barranco reconoce: “Creemos que en algún momento de nuestra historia se deberán derogar todo tipo de restricciones y las iglesias en México tendrán todas las prerrogativas modernas de la democracia. Probablemente no sea el momento y lo apasionado de los posicionamientos de los diferentes actores pone de manifiesto que las llagas aún están abiertas; los recelos y desconfianzas mutuas son palpables, fruto de una historia común escabrosa, cuyo dramatismo ha pasado por dos guerras fratricidas” (subrayado ASR). Si esto es así, cabe preguntarse cuál es, entonces, el objeto de darle a la jerarquía católica y al PAN tamaño obsequio, cuando apenas asimilan la aprobación, en primera instancia, del término laico en el artículo 40 constitucional.

Al respecto, Roberto Blancarte (Milenio, 2 de marzo), otro reconocido especialista en la materia, tampoco se hace muchas ilusiones. Él cree que una posible estrategia de los obispos y senadores panistas sería entonces la de querer negociar la reforma al artículo 24 o al 130, a cambio del 40, bajo la lógica de que o avanzan las dos reformas o no avanza ninguna. En pocas palabras, la jerarquía dejaría en el cajón –mientras se fortalece en la sociedad– el tema de la libertad religiosa como eje de su interpretación particular del laicismo y, a la vez, cancela la reforma constitucional que le daría plena vigencia al Estado laico. ¿Alguien duda de que avanzamos?

PD. Días dolorosos han sido los recientes. Andrea Revueltas nos dejó tras completar una obra de amor y rigor intelectual. Junto con Philipe Cherón, dedicó inteligencia, generosidad y humildad a la tarea mayor de editar las obras completas de José Revueltas que la Editorial Era hizo materialmente posible. Luego, Carlos Montemayor, un sabio de nuestro tiempo. Estrella polar, su brillo ilumina la noche triste mexicana.