El descontrol del Estado, que no de los poderes reales, tiene a México en una encrucijada que no consiguen maquillar ni matizar los discursos, las promesas, las profesiones de buena voluntad de un gobierno que no la tiene para la democracia ni los derechos del pueblo. La militarización progresiva del país es el único saldo “positivo” de la estrategia de seguridad calderonista. Muchos lo han señalado: bajo la pretensión de combatir al crimen organizado está la intención de profundizar los mecanismos de control de la sociedad, al costo de represión que sea “necesario”.
Las confrontaciones callejeras de pandillas, sicarios, policías, militares, marinos, ensangrientan los noticieros y las estadísticas de una “guerra” que, nos quieren convencer los paleros del gobierno, sucede en un mundo paralelo donde sólo viven los malos y las fuerzas el orden que los combaten. Hace rato, mucho antes de las masacres de Juárez, que todos nos sabemos afectados por ella.
Especialmente los pueblos indígenas. Invisibilizados. Este mismo febrero de 2010, en San Juan Copala, sede del municipio autónomo del pueblo triqui, nueve personas fueron asesinadas por un grupo armado cómplice del gobierno de Oaxaca. No mereció ni la centésima parte del tiempo informativo, ya no digamos el esfuerzo de la justicia, dedicados a la riña de un futbolista en los baños de un bar fuera de control reglamentario.
¿Cómo esperar entonces atención o justicia en los recurrentes ataques paramilitares en Chiapas, Oaxaca y Guerrero, las incursiones militares en las Mixtecas y las Huastecas, los desalojos en Montes Azules, la polimorfa violencia entronizada en Michoacán contra purhépechas y nahuas, en Chihuahua contra los raramuri? Más que impunidad,  muchas veces hay participación gubernamental, pues los grupos considerados paramilitares son creados, impulsados y protegidos por los gobiernos estatales.
El movimiento indígena, en sus distintas vertientes, enfrenta un desafío mayúsculo: el de su propia sobrevivencia como pueblos. El Congreso Nacional Indígena (CNI) ha sostenido durante cerca de catorce años la reivindicación de los Acuerdos de San Andrés, incumplidos por el gobierno desde febrero de 1996, y burlados nuevamente en 2001. El EZLN ha construido y sostenido en ese tiempo formas de gobierno autónomas y democráticas. Otros pueblos y comunidades reclaman los mismos derechos por fuera de los partidos políticos y sus gobiernos. No es el único esfuerzo, aunque sí el más independiente. Organizaciones de quince entidades emitieron el 13 de febrero la “Declaración de Paracho”, resultado del Segundo Encuentro Nacional por la Rearticulación del Movimiento Indígena. Allí se plantea “rearticular” el movimiento para defender territorios y lograr el reconocimiento constitucional de la autonomía. Otros temas suyos son el derecho a la consulta, la participación política y las políticas públicas para el desarrollo de los pueblos, que como escribe Francisco López Bárcenas son “más cercanos a los órganos estatales que a los reclamos de los propios pueblos”.
Los gobiernos intentan “leyes indígenas” mediatizadoras y engañosas. Ya se hizo en Jalisco. Está por ocurrir en Chiapas, y ya se anuncian “reformas” al respecto en Michoacán y Sonora. Al menos para el CNI se trata, como escribe Carlos González García (La Jornada de Jalisco, 6/02/10) de reiterados intentos de abonar la guerra neoliberal contra los pueblos indígenas.