Opinión
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¿Quién controla a las fuerzas armadas?
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n noviembre de 1998 se efectuó en el Congreso de la Unión el primer foro en torno de las fuerzas armadas mexicanas, en un país donde lo militar era y sigue siendo tema tabú de la política nacional. Ilusamente se consideraba posible hacer reformas sustanciales en esta materia, tanto constitucionales como legales, en el contexto de una transición democrática del Estado y la sociedad del México contemporáneo.

Pasada más de una década y habiendo experimentado la alternancia con dos gobiernos de Acción Nacional en la Presidencia de la República, se observa que no sólo no se ha dado dicha transición ni se han hecho reformas al respecto, sino incluso el sector castrense se caracteriza cada vez más por su opacidad, sus prácticas y misiones violatorias de la Constitución y los derechos humanos, y, ahora, por una injerencia en la política nacional del general secretario Guillermo Galván que fue acertadamente calificada de improcedente por nuestro periódico en su editorial del 10 de febrero (La Jornada).

El diagnóstico que hacíamos en ese foro sobre las fuerzas armadas sigue vigente. Hasta la fecha, no existe supervisión ni mucho menos control parlamentario ni mecanismos de escrutinio desde la sociedad y las instituciones civiles sobre los militares, quienes se escudan en su fuero de guerra, la secrecía que rodea el presupuesto militar, y sobre todo en la ausencia de una revisión de su ejercicio y comprobación por una contraloría independiente de la cadena de mando; todo ello para continuar la impunidad y discrecionalidad con la que conducen sus misiones y vida institucional, y ejercer un alto grado de autonomía.

Así, rompiendo con el principio de la separación de poderes, el Legislativo no controla a los militares, mientras el Judicial renuncia a sus obligaciones constitucionales y no interviene en los numerosos casos en que integrantes de las fuerzas armadas incurren en conductas ilegales, delictivas y violadoras de las garantías individuales y los derechos humanos de la población, debilitando aún más el control civil que supuestamente se tiene sobre la milicia y estimulando la supremacía militar de facto en asuntos de justicia y, por ende, en la vida política y social.

Desde la llegada de un civil a la Presidencia en 1946, los militares mexicanos han tenido que demostrar su lealtad a gobiernos antipopulares que institucionalizaron el recurso de la violencia castrense para librarse de opositores, llevar a cabo campañas contrainsurgentes regionales y reprimir protestas sociales nacionales. Miguel Alemán utilizó al Ejército para contener las manifestaciones de descontento y afianzar el desmantelamiento de los beneficios sociales establecidos durante el gobierno de Lázaro Cárdenas. En 1956 se usaron las tropas para romper la huelga estudiantil politécnica y ocupar durante dos años las instalaciones del Instituto Politécnico Nacional. Más tarde se utilizó el cuerpo de transmisiones militares para imponer la requisa y romper la huelga de los telegrafistas. En 1959 se usó al Ejército para aplastar la huelga ferrocarrilera y detener su dirección sindical; igualmente se reprimió el movimiento de electricistas y el del magisterio. Díaz Ordaz ordenó la sustitución de médicos paristas por médicos militares y la ocupación con tropas de las universidades de Michoacán, Sonora, Tabasco y Sinaloa en paro. Eso, antes del movimiento estudiantil-popular de 1968, masacrado por las fuerzas armadas. Díaz Ordaz y Luis Echeverría utilizaron al Ejército como instrumento principal en el aniquilamiento de la guerrilla rural y urbana. Echeverría creó el grupo paramilitar Brigada Blanca, que jugó un papel fundamental en la guerra sucia. Carlos Salinas usó a los militares para arrestar a líderes sindicales, disuadir manifestaciones de la oposición en Guerrero y Michoacán e iniciar la contrainsurgencia en Chiapas. Ernesto Zedillo continuó la guerra de desgaste contra los zapatistas, iniciando cambios importantes en la naturaleza de las fuerzas armadas para servir principalmente como instrumento represivo en el mantenimiento del orden neoliberal.

La subordinación de los soldados ha sido acrítica, pasiva, mecánica, respecto del gobierno en turno. Nunca ha importando el grado de legitimidad política del mandatario. Tampoco es un obstáculo a la obediencia militar que los procesos electorales hayan sido irregulares, fraudulentos y cuestionados. Mucho menos la asignación de misiones que involucran a militares en la contención del descontento social. Las fuerzas armadas apuntalaron e hicieron posible la imposición de autoridades civiles carentes de legitimidad democrática comprobada en 2006 y han apoyado las políticas represivas y autoritarias del gobierno espurio de Felipe Calderón, plenamente volcadas hacia la vigilancia del orden interno y la contrainsurgencia, usurpando funciones de seguridad pública y desgastándose en una guerra contra el narcotráfico para la cual no están preparadas y saben perdida de antemano.

Tampoco existe control legislativo ni información a la sociedad sobre los convenios de cooperación militar con otros países, en particular con Estados Unidos, transfiriéndose armas y equipo estadunidense a México con la misma discrecionalidad y secrecía. Incluso, hay iniciativas de ley en el Congreso para permitir tropas extranjeras en territorio nacional, preparando el marco jurídico para una eventual ocupación militar de nuestros buenos vecinos para imponer la democracia, y de paso quedarse definitivamente con nuestro petróleo y otros recursos estratégicos, como hacen en Irak y Afganistán.

¿Seguirán los militares mexicanos el camino de sus pares en Colombia, fieles instrumentos de los afanes oligárquicos e imperialistas? ¿Continuarán preparándose para la siguiente represión al pueblo que ordene el comandante supremo?