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A la mitad del foro

El estallido social y la sorda oligarquía

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Cientos de personas se manifestaron ayer en Ciudad Juárez, Chihuahua, en demanda de que se esclarezca el asesinato de 15 jóvenes el pasado 31 de enero ApFoto Foto
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dentro, la ira contenida y la desesperación de los vencedores del desierto, que le gritan mentiroso a un presidente municipal que se fue a vivir a El Paso, Texas. No vaya a ser la de malas. La de todos los días. La de las mujeres asesinadas y su memoria mancillada por la mochería que atribuye sus muertes a la vestimenta provocadora. A esos timoratos hipócritas los ponen a cargo de la Procuraduría General de la República. En Ciudad Juárez, los jóvenes que estudian y trabajan con todo en contra pagan con sus vidas la cuota de muertos en el fúnebre recuento cotidiano de la guerra sin fin.

Primero en centros de rehabilitación de adictos a las drogas. En dos ocasiones, ambas con cuernos de chivo, armas del crimen organizado que se han convertido en herramientas del orden común, ordinario, cotidiano. Cosas de la disputa territorial de los cárteles del narcotráfico, dicen. Los mariguaneros y gomeros, puestos al día con el trasiego de cocaína, se modernizaron; se transformaron en empresas competitivas, diría un pobre funcionario cesado fulminantemente. Antes solían pegar carteles en los muros los que hacían como que hacían política o anunciaban el circo, los toros, el cine que aprendió a hablar antes de verse relegado por la televisión.

Nunca tan útil la pantallita para mostrar lo que quisieran ocultar, lo que niegan o en verdad creen imaginación de radicales despistados que no se enteraron del desplome del socialismo realmente existente, confirmación global de la tozuda sentencia pueblerina que declaró muerta la lucha de clases. Aunque desde arriba veían con desprecio a los mexicanos del común, a los pelados, a los indios, a los que trabajan con las manos, aunque fuera la tierra para dar razón a Emiliano Zapata, cuya visión y leyenda sobrevivieron a la larga guerra intestina de revolucionarios empeñados en que alguien tenía que salvar a la patria de sus salvadores.

Vaya paradoja: los herederos de la Revolución y los del antiguo régimen, aristocracia pulquera y plutocracia en ciernes, dieron en bautizar a alguno de sus hijos con el nombre de Emiliano. Hizo falta en Ciudad Juárez alguien que recordara la aguda observación de Friedrich Katz: La mexicana fue la única revolución que no mató a la clase aristocrática que combatía: Madero, Carranza, Zapata, Villa, Obregón y docenas de revolucionarios murieron asesinados. En Inglaterra, Francia, Rusia y China rodaron cabezas coronadas y corrieron ríos de sangre azul. Los curros y hacendados del porfiriato murieron en la cama. Incluyendo al de la burlona nostalgia del verso de Renato Leduc que, atención señores de la sorda clase dominante y la ciega clase gobernante, también proclama la sabia virtud de conocer el tiempo. Y dicen: Tiempos en que Dios era omnipotente/Y el señor don Porfirio, presidente/Tiempos, ¡ay!/Tan iguales al presente.

Lo del centenario movió los miedos de la gente decente, que tanto teme el retorno del cesarismo sexenal. Videntes y profetas previenen de la numerología trágica: 1810, la dizque Independencia que estalló como rebelión campesina por culpa de Miguel Hidalgo y la locura enciclopedista; 1910, el apostolado democrático de Madero, que acabó en rebelión campesina y en la lucha social prevista por Carranza en su discurso de Hermosillo y el jacobinismo que radicalizó la separación Iglesia-Estado y la locura laica de la Reforma, la nacionalización de los bienes de manos muertas y su registro civil. Y eso que hoy predican los cardenales Rivera y Sandoval la defensa de la vida desde el instante de la gestación (con sin riesgo de criminalizar el onanismo) y el derecho de los padres a educar a sus hijos. Y a los tuyos.

Pero lo que dejaban caer sobre los desposeídos y sus despojadores era la amenaza del estallido social inevitable. Y cómo conciliar la inexistencia de la lucha de clases con el violento combate cotidiano de asaltos a mano armada, secuestros, robos, timos con amenazas telefónicas y llamadas de celulares en tierra de impunidad, donde impera el unto de indias y no la ley. Felipe Calderón declaró la guerra al crimen organizado y han muerto decenas de miles de mexicanos. La mayoría son sicarios, nos dicen, narcotraficantes que disputan territorios donde han desplazado al gobierno soberano.

Entonces, ¿ya estalló la violencia social? La violencia, sí. Los jóvenes asesinados en Ciudad Juárez, la insensible respuesta del presidente Felipe Calderón y sus amanuenses; la dimensión aterradora de lo que es hoy el antiguo Paso del Norte; la respuesta tardía, pero respuesta al fin, que ensayó el gobernador José Reyes Baeza; la pública disculpa de Fernando Gómez Mont; la burda aclaración posterior con la cual el secretario de Gobernación dijo que no hubo disculpa, sino precisión; la furia popular que arriba tradujo a malestar de las clases productivas: vientos de tormenta, anuncio de repudio que desveló al señor don César y movió a su jefe, el jefe de gobierno, jefe de Estado y jefe de la guerra, a ir a Ciudad Juárez y enfrentar la amarga realidad.

Un millón y medio de habitantes en medio del desierto, en una ciudad fronteriza al borde del río Bravo y asentada sobre mantos freáticos que la hicieron gran productora agropecuaria y garantizaban agua a los que vienen por miles y los que se quedan sin pasar al otro lado, o son arrojados al sur del Edén. La mitad de sus calles no están pavimentadas. De servicios públicos y sanitarios, ni hablar. Vino la prosperidad de la maquila, maldición que liberó fuerzas sociales, hizo efectiva la igualdad de géneros: Las puertas del infierno donde impera la inequidad. No hay peor desigualdad en la globalidad contemporánea. Y las crisis recurrentes, y la recesión que paralizó al gobierno y aceleró la descomposición, el desgarramiento del tejido social. Trescientos mil empleos se perdieron en la industria maquiladora. Y la esperanza en toda la nación.

A Felipe Calderón lo recibieron en modernas instalaciones. Y se alzaron voces airadas del sector productivo, enojo auténtico de quienes no se atreven ni a contestar el teléfono. Los inconcebibles colaboradores del señor Calderón, por una vez, hicieron la tarea. Llevaban programas, proyectos y recursos para construir escuelas, secundarias, preparatorias, tecnológicos y ayudar a las de educación superior. Llegó con retraso la comitiva. Antes hablaron con los padres de los jóvenes asesinados.

Afuera, la raza, la plebe, el pueblo llano, prueba plena de que en México hay, subsiste, persiste, insiste en hacerse sentir la lucha de clases. ¡Asesinos!, gritaban. Y para comprobar que las guardias pretorianas están hechas para mantener a raya a la plebe, a los bárbaros, los de la Policía Federal reprimieron eficazmente a los jóvenes que manifestaban su ira. Se acabó lo que se daba.

Adentro, Luz María Dávila, mujer del pueblo, del desierto donde se refugió Juárez, logró llegar frente al Presidente de la República. Y le dijo: Mataron a mis dos hijos, yo no le puedo dar la bienvenida. Usted dijo que eran pandilleros y no tenían tiempo ni de salir a la calle, porque estudiaban y trabajaban. Si a usted le hubieran matado a un hijo, debajo de las piedras buscaría al asesino.

De vuelta en el valle de México, que se ahoga en aguas negras, las clases dominantes se ocuparon de la valiente renuncia al PAN del secretario de Gobernación. Y de oír a Jesús Ortega decir que en el PRD no hay líderes morales, que él se encarga de dar a don César lo que es de don César. Y que reverdezca la higuera.