Opinión
Ver día anteriorJueves 4 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿A quién engañan?
E

l asesinato de 15 jóvenes en Ciudad Juárez es la demostración palmaria del fracaso de  la estrategia oficial para contener la violencia en ésa y otras ciudades de la República. Los hechos de la frontera, inscritos en ese frenesí de sangre, locura y absoluta barbarie en que se ha convertido la guerra contra el narcotráfico, congelaron la triunfal declaratoria del gobierno, obligándolo a prometer una nueva revisión integral de sus estrategias.

Simultáneamente, sobreponiéndose al efecto paralizador del miedo, los familiares de las víctimas, unidos a otros ciudadanos, convirtieron la tragedia en una denuncia de gravísimas implicaciones morales. Mientras el gobernador ejercitaba la penúltima frase de la consabida retórica oficial (preservar el cumplimiento de la legalidad y el combate a la impunidad, Chihuahua al instante, 2 de febrero de 2010), en los funerales los familiares de las víctimas expresaban los límites de la irritación: Señor Presidente: ¿qué haría si de uno de estos jóvenes fuera su hijo?, ¿qué haría?. O: Señor Presidente: hasta que no encuentren un responsable, usted es el asesino. Lo que sorprende, en verdad, es que esas respuestas no se hubieran producido con anterioridad.

En la guerra contra la delincuencia organizada, el gobierno cree disponer de cierta ventaja por el hecho de que las peores amenazas para la seguridad y la estabilidad se concentran en algunas regiones del país o, incluso en varias ciudades cuyos riesgos potenciales no comprometen todavía la seguridad nacional en su conjunto.

Como ha escrito Víctor Orozco desde Ciudad Juárez, cuando se sigue la lógica oficial es casi irrelevante que el estado de Chihuahua haya tenido 3 mil 637 muertes en 2009 y Ciudad Juárez 2 mil 635, pues sus poblaciones sólo representan 3.5 por ciento y menos de 2 por ciento, respectivamente del total que tiene el país.

Esta manera de aislar a las zonas calientes de la normalidad general no es más que una ficción, pues, como dice Orozco, el argumento “se me antoja mucho al consuelo que se brinda al enfermo que ‘sólo’ tiene gangrenados los dedos del pie izquierdo o ‘sólo’ tiene cáncer en la próstata. Noventa y ocho por ciento de su cuerpo, le dicen los piadosos que lo reconfortan, se encuentra sano”.

Tampoco el argumento de que la mayoría de los asesinatos ocurran entre miembros de bandas rivales parece sostenerse sin más. La acusación más grave está contenida en la declaración emitida por la Asamblea Ciudadana Juarense y el Frente Nacional Contra la Represión en Ciudad Juárez, donde se afirma: “lo que padecemos en Ciudad Juárez no es la violencia provocada por enfrentamientos entre bandas del crimen organizado ni entre las fuerzas federales y las bandas del crimen. Casi la totalidad de los 2 mil 635 asesinatos del año 2009 y los que van de 2010 se han dado por ejecuciones a personas desarmadas sin enfrentamientos, en lo que parece ser una estrategia de limpia programada por una fuerza militar superior, en el marco de una campaña de terror. La violencia que se está promoviendo y tolerando por el gobierno, le ha servido a Felipe Calderón de pretexto para seguir militarizando al país sin resultados contrarios al crimen, pero sí restringiendo derechos a la población”.

Decir que en la frontera actúan escuadrones de la muerte para sembrar el terror entre la ciudadanía es una acusación mayor que no puede obviarse, pues nos pone ante un panorama de descomposición general que supera lo hasta ahora imaginable. 

Ya va siendo hora de que el gobierno asuma que la guerra contra el crimen organizado es un asunto de dimensión nacional (e internacional, claro) que exige, asimismo, políticas generales, cambiar la concepción dominante sobre el desarrollo posible de México que hasta ahora ha sido errónea y calamitosa para la mayoría del país y nociva hacia el futuro.

Pretender resolver la cuestión del crimen organizado mediante la continua desarticulación de las bandas y sus zonas de influencia, sin tocar en serio los mercados ni las finanzas que las alimentan o dejando a un lado la recomposición de la vida social, deteriorada por décadas de abusivo despliegue de políticas económicas excluyentes es, a lo sumo, una forma de cumplir el triste papel de cancerbero interno que Estados Unidos nos asigna en su propia idea de seguridad  nacional, pero de ninguna manera puede concebirse como una solución integral a los problemas estructurales, sociales y culturales que explican al narcotráfico.

Porque no habrá forma de combatir al negocio infinito de las drogas sin un examen sereno del lugar que éstas ocupan en las sociedades modernas y en este punto la dependencia ciega a las políticas estadunidenses es una pésima opción, pues ninguna ha sido tan poco eficaz para reducir el consumo como las que desde siempre se han practicado en el país vecino. Si en una primera aproximación, la lucha contra el crimen organizado exige el uso necesario y legítimo de la fuerza del Estado, ésta se agota si no somos capaces de poner en pie a la sociedad frente a las capacidades depredadoras, gravitacionales, de los grupos delictivos. Pero eso es imposible si las cuentas alegres sustituyen el análisis objetivo de los resultados.

Hay poco de qué sentirse orgullosos. La persistencia de la violencia y su contrapartida, la impunidad, no auguran sino tiempos más oscuros. La simultánea degradación de la solidaridad social, para darle paso al individualista sálvense quién pueda, codificado por las autoridades como prohibición a la defensa de los intereses colectivos; la ofensiva de tinte religioso enmascarada tras la supuesta imparcialidad de la procuraduría es un síntoma de retroceso que el  gobierno ignora, como ignora el malestar silencioso busca el lugar y la hora para expresarse, ante la mirada ciega de los que han hecho de la desigualdad, la pobreza y la crisis un simple problema contable, natural.

La masacre de Ciudad Juárez, con su cauda de furia y dolor, nos recuerda la fragilidad de los grandes juegos políticos.