Estudiar:
oasis en la reclusión

Miguel Ángel Vega Trujillo

Durante más de dos años he vinculado mi trabajo con un centro escolar del Sistema Penitenciario del Distrito Federal, lo que me ha permitido tener un acercamiento a la vida académica de los reclusorios y conocer personas con ganas de cambiar su forma de vida, de superarse y estudiar para lograrlo. Así conocí a Carlos “N”, uno de los más de 40 mil presos de la Ciudad de México. Su historia es ejemplar porque reconoce que cometió un error y se esfuerza por corregirlo.

Por lo que cuenta, la vida en la prisión puede ser lo más cercano al infierno. “Es aproximarse a la muerte y seguir vivo para contarlo”, dice Carlos, recluso de 35 años, sentenciado a permanecer 20 años en prisión.

Sin embargo, cualquier infierno puede tener de contrapeso un paraíso. En la cárcel, por ejemplo, la escuela es un oasis, en el que algunos reos se liberan del estrés que les provoca estar privados de su libertad.

“Durante mi estancia en el reclusorio he atravesado por tres etapas: la primera fue cuando me dijeron mi sentencia, entonces supe que iba a estar en este lugar mucho tiempo. Perdí mi juventud por un momento de desesperación. Eso me deprimió lo suficiente como para no hacer nada, sólo vagabundeaba por todo el penal, lo que me llevó a la segunda etapa; el uso de las drogas. De eso hay muy poco que decir, casi no recuerdo nada”, dice entre risas.

La cárcel mata al ser individual, “poco a poco dejamos de ser los que éramos allá afuera y nos convertimos en un interno más, uno vestido de beige, como el otro, como los miles que aquí estamos”. Detiene la conversación para encender un cigarrillo, se le nota afligido.

“Mi tercera etapa empezó cuando me acerqué a la escuela: simplemente es para mí como un paraíso. Yo llego desde temprano, trabajo como asesor de secundaria, doy mis clases. Luego me toca a mí ser el alumno. Cuando no tengo clases estoy en la biblioteca y ahí me la paso toda la mañana porque por la tarde tengo que ir a trabajar, la vida aquí no es barata. En la escuela me reencontré con la libertad, en este lugar puedo pensar y expresarme, soy libre”.

Efectivamente, la escuela los acerca a la libertad, por un lado, ahí no son tratados como presos, sino como alumnos; por otro, asistir a las clases, cumplir con la escuela –y también con el trabajo– les facilita obtener el beneficio denominado “preliberación” que reduce su condena.

Ya en el reclusorio, Carlos concluyó la secundaria con el apoyo del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos. Actualmente está a punto de terminar el nivel medio superior gracias al programa de preparatoria abierta de la SEP y está pensando en integrarse a los estudios universitarios que ofrece el Programa de Educación para Centros de Readaptación Social del Distrito Federal de la UACM.

Por lo pronto se concentra en terminar sus estudios de preparatoria, pues quiere iniciar una licenciatura en creación literaria: “Creo que puedo contar mi experiencia en la cárcel, tal vez escribir un libro y vivir de él. Sería como hacer limonada con los limones de la vida”. Se le nota entusiasmado.

Como Carlos, hay miles de hombres y mujeres que ven en la escuela una posibilidad de cambiar para ser mejores personas. En su mayoría comparten la idea de ser un ejemplo para sus hijos.

“La vida siempre nos presenta otras opciones para enfrentarnos a ella, lo difícil es encontrarlas y comenzar. Creo que ya hice lo más pesado y voy a esforzarme o, como decimos aquí, me voy a ribetear para salir con la frente en alto. A la sociedad ya le pagué y no pienso volver a este lugar, quiero que mi hijo se sienta orgulloso de su padre”, concluye.

Miguel Ángel Vega es egresado de la licenciatura en Comunicación y Cultura en la UACM-SLT; es periodista independiente y se dedica a investigar los fenómenos culturales de la vida penitenciaria en el Distrito Federal.

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