Preguntar y aprender

Lucía Ávila Santana

Hay quien dice que nacemos preguntando. Y sí, tal vez, aunque al principio sin saberlo. Los primeros contactos del infante con su mundo son una forma de exploración, a través de sus sentidos y sus movimientos, que encierran preguntas aún no formuladas. No pasa mucho tiempo para que las verbalicen. Alrededor de los tres años, se dice, es la edad del por qué. Y aunque en esa edad el niño no necesariamente se interesa por las causas, se interesa en qué y para qué, le interesa entender. Desde ese momento la pregunta es vehículo de conexión de las personas con el mundo, para conocerlo, entenderlo, representarlo y, más tarde, para transformarlo. Es la base del aprendizaje y de la construcción de conocimientos.

Entonces, ¿por qué las escuelas no promueven la inclinación inherente de los niños a hacer preguntas?, ¿por qué tantas veces se les calla?, ¿por qué la tendencia usual de padres y maestros a dar respuestas categóricas, en vez de atender y alimentar sus dudas e intereses y entender que esas preguntas no son sino manifestación vital del deseo de conocer?

Indudablemente, el interés es base del aprendizaje y de la producción de conocimiento; nadie conoce nada que no se interese en saber. Sin embargo, ¡es tan fácil apagar la curiosidad de los niños! Ellos podrán aprender a repetir los saberes que la escuela les plantea, pero también podrían aprehenderlos porque les dan sentido, siempre y cuando les interesen y los motiven. ¿Pero cuánto puede interesarles un tema si no se les permite preguntar?

Además, el interés –crucial, vital– es sólo punto de partida; su satisfacción requiere actuar, indagar. Entonces, si lo que hacemos “por ellos” es darles “conocimientos acabados” –datos, hechos, fórmulas, definiciones– para que los memoricen, sin invitarles a despejar las dudas que de ellos surgen –en qué consisten, qué relación tienen con su vida, cómo se aplican– los estaremos “llenando” de informaciones aisladas y escatimando posibilidades de analizar y preguntarse, buscar respuestas, argumentarlas, explicarlas, comunicarlas.

Los maestros necesitamos comprender cómo influyen en los niños nuestras maneras de conducir las clases y nuestros modos de preguntar. ¿Qué tipo de situaciones creamos? Las hay donde la pregunta es propiedad del maestro y la respuesta de los alumnos que de antemano la saben; donde no caben las preguntas de los niños o sólo caben las que el maestro considera “inteligentes”. Pero existen otras donde justamente se busca que los niños pregunten –a sí mismos, entre ellos, al profesor– sin temor a ser ignorados o descalificados, porque sus preguntas se valoran y orientan el trabajo del docente. Luego, ¿qué tipos de preguntas privilegiamos? Hay quienes las restringen a lo burocrático –quién entregó el trabajo; de qué trata la tarea–, pero hay quienes cuidan que sean, sobre todo, sustanciales, de esas que activan las dudas de los niños y su disposición a preguntar.

En vez de suponer que los estudiantes no investigan, necesitamos dar vía ancha a su curiosidad, respetar y alentar sus ganas de saber, preguntarles acerca de lo que entienden, interesarlos en otros aspectos de lo que quieren saber y encontrar las maneras para que sean ellos quienes pregunten e indaguen. Evitar que se conformen con respuestas dadas, que sólo busquen pasar el examen, requiere la responsabilidad de propiciar que piensen por sí mismos.

En suma, aprender a generar ambientes favorables a la expresión de los intereses, dudas e inquietudes de los estudiantes, tanto como formarnos en el arte de plantear y propiciar preguntas con sentido, serían requisitos indispensables si lo que buscamos es contribuir al desarrollo de sus conocimientos, su inteligencia y sus habilidades de pensamiento.

Para saber más
Leonardo Alanís Falantes, “Aprender a preguntar / Aprender a ser críticos”
http://ciuglo.nireblog.com/post/2006/07/14/aprender-a-preguntar-aprender-a-ser-criticos

Lucía Ávila Santana es maestra en Pedagogía, profesora (jubilada) de secundaria y bachillerato.

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