Opinión
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Mar de Historias

Al rescate de Flora

J

amás pensé que a estas alturas recibiría un telegrama y menos por estas fechas. Con el sobre entre mis manos volví a experimentar la mezcla de dicha y temor que nos invadía cuando era niña y nos llegaba uno de esos mensajes. Lacónicos y urgentes sólo podían traernos magníficas o pésimas noticias.

El telegrama que recibí ayer era contundente: Al guajolote no pudimos salvarlo. A Flora sí. Las ocho palabras eran la evidencia de que Fernando aún vivía y recordaba la Navidad que pasamos en casa de mi abuela paterna. Al releerlo volvió a mí un recuerdo olvidado.

I

Más que grande, la casa era larga como el tren en que mis padre y yo viajábamos al pueblo a principios de diciembre. Del zaguán al corral se tendía una hilera de cuartos con puertas de por medio. Entre los techos de bóveda y el piso de ladrillos relucientes flotaba olor a creolina. Ese detalle y que las paredes estuvieran tapizadas con imágenes de santos me hacían bajar la voz, como si me encontrara en la iglesia o en el salón de clase.

Como siempre, después de darnos la bienvenida y recibir sus regalos, mi abuela me acribilló a preguntas acerca de mis calificaciones, mis amigos, mi comportamiento y al fin me hizo la que más me incomodaba: ¿Tú no piensas crecer? Golpes en la puerta me ahorraron el esfuerzo de darle una respuesta imposible. Mi dicha se esfumó cuando volvimos a oír el llamado y mi tía Eloísa se encaminó al zaguán: Ha de ser Fernando.

II

Nunca había oído hablar de él y pregunté quién era. Mi abuela me lo explicó: el hijo de mi ahijada Celeste. Ella se fue a Monterrey para reunirse con su esposo. Me pidió que, mientras se instalan allá, le permitiera a su niño quedarse con nosotros. Ni modo de dejarlo solito en Navidad. Además, es un buen muchacho y muy listo.

Ardí en celos y se me hizo aún más insoportable imaginar que iba a convivir con un perfecto desconocido, un intruso. Mi contrariedad aumentó cuando escuché las carcajadas de Fernando después de que mi tía Eloísa le contó la historia de Pacholo, el perro que por ser más alto que yo, en las vacaciones anteriores me había tirado de un coletazo.

Andrea, la eterna cocinera de mi abuela, llegó a saludarnos. Dijo que pronto estaría lista la comida y se ofreció a llevarnos las maletas hasta el cuarto en donde siempre nos alojábamos. Que lo haga Joaquín. Tú regrésate a la cocina. Andrea se inclinó sobre el equipaje: está en el corral dándole de comer al guajolote. Tomó una maleta y desde la puerta se dirigió a mí: es el coconito que tanto te gustó el año pasado. ¿Te acuerdas de que una vez quisiste bañarlo? Si no hubiera sido porque llegué a tiempo lo habrías ahogado. Ándale, te llevo a que lo veas. No pude evitar que Fernando nos siguiera.

Cuando llegamos al corral me pareció increíble que el animal enorme de plumas negras con un enjambre de corales sobre la cabeza fuera el mismo polluelo inseguro, cubierto de pelusa blanca que tanto me había enternecido. Joaquín nos miró de reojo y siguió esparciendo granos de maíz quebrado que saltaban entre las piedras y los charcos.

No se acerquen ni hagan bulla. Déjenlo que coma tranquilo porque ya mero se va. ¿Adónde? Mi pregunta hizo reír al viejo: Pues a la mesa. ¿Adónde más? Salí corriendo y fui a pedirle a mi abuela que no mataran a mi guajolote. ¿No? Y entonces ¿qué les doy de cenar? La naturalidad de la respuesta me produjo horror y lloré sin importarme que Fernando me viera.

III

Como de costumbre mis padres destinaron los días previos a la Navidad a visitar a sus antiguas amistades. Mi abuela se concentró en dar órdenes y mi tía Eloísa iba de un lado a otro vigilando que todas se cumplieran. Así que a nadie parecía importarle que yo sufriera por el destino que aguardaba a mi guajolote.

De pronto me pareció que los únicos habitantes de la casa éramos Fernando y yo. Para sus 13 años era un niño muy alto. El cabello rojizo y las pecas que salpicaban su cara le daban un cierto parecido al protagonista de un cuento en mi libro de cuarto año. Esa similitud disminuyó mi antipatía hacia él. Pero lo que al fin me conquistó fue su solidaridad.

Me la demostró la tarde en que, rodeada de molenderas, vimos a Andrea en la cocina tallando un inmenso perol. Quería tenerlo limpio para el momento de cocinar al guajolote. Volví a gemir y aunque lo tenía prohibido subí a refugiarme en la azotea. Al poco rato llegó Fernando y se sentó a mi lado. Permanecimos en silencio hasta que él, con su laconismo habitual, murmuró: Juro que en la Nochebuena no voy a cenar guajolote, aunque tenga mucha hambre. Los dos cumplimos la promesa. Ignoro si en todos estos años él la habrá quebrantado. Yo no.

IV

A partir del 26 de diciembre todo cambió. Con frecuencia llegaban a visitarnos amigas y vecinas. Iban a ofrecerle a mi abuela su cooperación para la cena de Año Nuevo. Después, por los comentarios entre mi madre y mi tía Eloísa, comprendí que tras aquella buena disposición se ocultaba una feroz competencia para ver quién era más hábil en la preparación de platillos salados, ponches y postres.

Una mañana apareció en la casa doña Josefina, la dueña del salón de belleza. Llevaba entre los brazos un atado del que salían chillidos: “Doña Lola, aquí le dejo una marranita. Me hubiera gustado traérsela ya guisada pero creo que este año no voy a poder cocinar. Goyo agarró una gripa muy fuerte y, bueno… ¿para qué le cuento? Ya sabe lo latosos que son los señores cuando se enferman. Se cuidan el catarro como si fuera parto.”

Mi tía Eloísa tomó el obsequio. Fernando y yo la acompañamos al corral. Cuando deshizo el atado saltó una marranita pequeña, de trompa rosada, ojos dormilones y pezuñas blancas. Era un animal precioso y delicado como un juguete. Me pareció que era digno de llamarse Flora. Mi tía celebró mi ocurrencia pero agregó un comentario inquietante: “Y muy tierna…”

Mi amigo y yo nos quedamos solos mirando al animal. Iba de un lado a otro bamboleándose desconcertado sin acercarse al chiquero vacío. Fernando tomó una piedra y la arrojó más allá de la barda de adobes. ¿Has visto cómo matan a los cochinos? Confesé mi ignorancia. Yo sí. El matancero se lo pone entre las piernas, le agarra una pata y con ella le busca el corazón. Cuando se lo encuentra ¡zas!... ¿Zas qué? “Le da una puñalada. El animal chilla un ratito y luego, ya…”

La sanguinaria imagen me provocó náuseas. Mi repudio aumentó al pensar que después de aquel horrible sacrificio el cerdito asesinado luciría en un platón de porcelana puesto sobre el mantel blanco destinado a las ocasiones más solemnes.

Por primera vez me rebelé ante lo que parecía inevitable. Le propuse a Fernando que salváramos a Flora. El estuvo de acuerdo. También coincidimos en que la única forma de lograrlo era sacándola por el portón de atrás. El problema era que permanecía cerrado y Joaquín controlaba la llave.

Quedaba otro recurso: aprovechar el momento en que todos estuvieran en la sobremesa o platicando en la sala para llevarnos a Flora por el corredor. Y de allí: ¿en dónde la escondemos? En la calle todo el mundo la vería y de seguro no iba a faltar quien la atrapara y se la devolviera a su antigua dueña, ésta a mi abuela y… Mejor no pensarlo.”

Después de muchas reflexiones creímos encontrar la estrategia perfecta: por la noche, cuando todos durmieran, iríamos al corral para envolver a la marranita en lo que fuera y sacarla a la calle. Allí la dejaríamos libre para que huyese protegida por la oscuridad. Disfrutamos por anticipado la cara que podría todo el mundo cuando por la mañana vieran que en el corral no quedaban más que huellas de patitas hundidas en el lodo.

Aún no consigo entender cómo logramos realizar nuestro plan. Desde luego no quedamos impunes. Como principales sospechosos Fernando y yo fuimos sometidos a toda clase de interrogatorios. El silencio fue nuestra conducta invariable. En respuesta mi abuela ordenó que para la Noche Vieja nos instalaran una mesa aparte en la cocina. Después de lo que habíamos hecho no merecíamos cenar con los mayores.

Lejos de causarnos humillación mi abuela nos permitió vivir algunas de las horas más bellas que recuerdo. Arrinconados, cenamos escuchando las bromas y los pleitos entre Andrea y Joaquín mientras veíamos la cauda de chispas que saltaban del brasero. Fernando no me lo dijo, pero estoy segura de que significaban para él lo mismo que siguen representando para mí: una lluvia de estrellas.