Opinión
Ver día anteriorJueves 24 de diciembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Brasil como contraste
E

l presidente brasileño, Luiz Inacio Lula da Silva, estableció ayer un aumento de 10 por ciento a los salarios mínimos, lo que significará, cuando la medida entre en vigor en enero próximo, un incremento real –ya descontada la inflación anual– de 5.5 por ciento en el poder adquisitivo de los ingresos de los trabajadores. Desde 2003, cuando Lula inició su primer periodo en la presidencia, el indicador salarial brasileño ha acumulado un incremento de 53.4 por ciento en términos reales, y ello no sólo contribuye a explicar la enorme popularidad de que goza el mandatario de origen obrero sino que, mucho más importante, permite entender la solidez de la economía del mayor país de Latinoamérica.

En efecto, el aumento del poder adquisitivo del salario ha dotado a Brasil de un mercado interno consolidado que permite el crecimiento sostenido de los ramos agrícolas, industriales y de servicios y que ha hecho posible que la crisis económica mundial haya sido, en esa nación austral, mucho menos lesiva que en otros países. De hecho, con todo y los quebrantos financieros globales registrados en el año que está por terminar, la economía de Brasil registrará, en 2009, números positivos, y cerrará el periodo con un crecimiento de más de 2 por ciento del producto interno bruto (PIB).

En todos estos terrenos –salarios, mercados internos, crisis económica y variaciones del PIB– es insoslayable la comparación entre Brasil y nuestro país. De 2003 a la fecha, en México los salarios mínimos se han incrementado de manera nominal 20.4 por ciento, pero si se les compara con la inflación de ese periodo –la segunda mitad del sexenio de Vicente Fox y la primera de la administración calderonista– han perdido, en términos reales, cerca de 10 por ciento de su capacidad adquisitiva, en lo que no es sino el tramo más reciente de una sistemática y deliberada devaluación del trabajo, estipulada por el programa neoliberal vigente desde 1988 –o desde 1982, según otros criterios– hasta nuestros días.

Ese designio de castigar los salarios para facilitar la concentración de riqueza en unas cuantas manos no sólo ha resultado catastrófico para los trabajadores, sino también para la economía en su conjunto, toda vez que se ha impedido, de esa forma, el crecimiento de un mercado interno capaz de sustentar las actividades productivas. A la postre, la obsesión neoliberal y antinacional de los gobernantes –atraer inversiones extranjeras, elevar las exportaciones a costa del bienestar de la población, someter al país al arbitrio de toda suerte de agentes externos– ha impreso en el quehacer económico un rumbo de colapso. Ello puede apreciarse en la total indefensión de México ante los embates de la recesión mundial y sus consecuencias, mucho más catastróficas y duraderas aquí que en el resto de las naciones del continente.

No han de omitirse, desde luego, las terribles consecuencias sociales y políticas de las estrategias antisalariales y antilaborales con las que se ha gobernado en las décadas recientes. El descontrolado aumento de los índices delictivos, la desintegración social creciente, las inocultables carencias en materias educativa, sanitaria y de vivienda constituyen, entre otros puntos, un saldo que, de no variar el rumbo, desembocará tarde o temprano en la ingobernabilidad, en la desestabilización y en una violencia incluso mayor que la que se padece actualmente.

El gobierno de Lula no podría ser calificado como socialista ni como radical. Por el contrario, desde diversos ámbitos de izquierda se ha criticado al mandatario brasileño por haber abandonado los postulados ideológicos de su origen sindicalista, por haber dado la espalda, tras su llegada al poder, a movimientos sociales de base que lo respaldaron en su carrera política, y hasta por haber hecho suyas algunas premisas de la ortodoxia neoliberal. Lo que nadie, ni desde la izquierda ni desde la derecha, ha negado a Lula, es una gran visión de Estado. Como corolario de estas reflexiones puede apuntarse que no es preciso sostener posturas progresistas en lo social y en lo económico para comprender lo importante que resulta el mantenimiento y la mejoría de los niveles salariales; bastaría, para compartir ese criterio y esa praxis gubernamental, con anteponer el interés del país al de un pequeño grupo de potentados nacionales y extranjeros.