Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de diciembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El legado de 1989 en dos hemisferios
N

oviembre marcó el aniversario de sucesos importantes en 1989: el año más importante en la historia mundial desde 1945, como lo describe el historiador británico Timothy Garton Ash.

Ese año cambió todo, escribe Garton Ash. Las reformas de Mijail Gorbachov dentro de Rusia y su renuncia asombrosa al uso de la fuerza llevaron a la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre, y a la liberación de Europa Oriental de la tiranía rusa.

Los elogios son merecidos; los sucesos, memorables. Pero tal vez se estén revelando perspectivas alternativas.

La canciller alemana Angela Merkel proporcionó sin intención tal perspectiva, al convocarnos a todos a usar ese obsequio invaluable de libertad... para superar las barreras de nuestro tiempo.

Una forma de acatar ese buen consejo sería desmantelar ese muro masivo, que supera con mucho el Muro de Berlín en escala y longitud y que ahora recorre serpenteando el territorio palestino en violación de la ley internacional.

El muro de la anexión, como debería ser llamado, ha sido justificado en términos de seguridad, la racionalización cuando no hay otra para tantas acciones del Estado. Si la seguridad fuera la preocupación, el muro sería construido a lo largo de la frontera, y hecho impenetrable.

El propósito de esta monstruosidad, construida con el apoyo de Estados Unidos y la complicidad de Europa, es permitir a Israel apoderarse de valiosa tierra palestina y de los principales recursos acuíferos de la región, negando así cualquier existencia viable para la población nativa de la ex Palestina.

Otra perspectiva sobre 1989 proviene de Thomas Carothers, un académico que prestó servicio en programas para reforzar la democracia en la administración del presidente Ronald Reagan.

Después de revisar el historial, Carothers llega a la conclusión de que todos los líderes estadunidenses han sido esquizofrénicos: apoyan la democracia en la medida en que coincide con los objetivos estratégicos y económicos de Estados Unidos, como en los satélites soviéticos, pero no en los estados clientes de Estados Unidos.

Esta perspectiva se ve claramente confirmada por la conmemoración reciente de los sucesos de noviembre de 1989. La caída del Muro de Berlín fue acertadamente celebrada, pero hubo escasa mención de lo que ocurrió una semana después: el 16 de noviembre, en El Salvador, el asesinato de seis destacados intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, junto con su cocinera y la hija de ésta, por el batallón de elite Atlacatl, armado por Estados Unidos, recién llegado de su adiestramiento en la Special Warfare School en Fort Bragg, Carolina del Norte.

El batallón y sus compañeros ya habían dejado tras de sí un historial sangriento a lo largo de la terrible década en El Salvador que empezó en 1980 con el asesinato, a manos muy parecidas, del arzobispo Óscar Romero, conocido como la voz de los que no tienen voz.

Durante la década de la guerra contra el terrorismo declarada por la administración Reagan, el horror fue similar a lo largo de América Central. El reino de la tortura, el asesinato y la destrucción en la región dejó cientos de miles de muertes.

El contraste entre la liberación de los satélites soviéticos y la destrucción de toda esperanza en los estados clientes de Estados Unidos es impactante e instructivo, y todavía más cuando ampliamos la perspectiva.

El asesinato de los intelectuales jesuitas provocó el fin virtual de la teología de la liberación, el renacimiento del cristianismo que tuvo sus raíces modernas en las iniciativas del papa Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, que él inauguró en 1962. El Vaticano II dio entrada a una nueva era en la historia de la Iglesia católica, escribió el teólogo Hans Küng. Los obispos latinoamericanos adoptaron la opción preferencial por los pobres.

Con ello, los obispos renovaron el pacifismo radical del Evangelio, que había sido dejado de lado cuando el emperador Constantino estableció la cristiandad como religión del imperio romano, una revolución que en menos de un siglo convirtió a la iglesia perseguida en una iglesia perseguidora según Küng.

En el renacimiento posterior al Vaticano II, los sacerdotes, monjas y legos de América Latina llevaron el mensaje del Evangelio a los pobres y los perseguidos, los unieron en comunidades y los alentaron a tomar en sus manos su destino.

La reacción a esta herejía fue una represión violenta. En el curso del terror y la matanza, los practicantes de la teología de la liberación eran un blanco preferente.

Entre ellos están los seis mártires de la Iglesia cuya ejecución, hace 20 años, ahora es conmemorada con un silencio atronador, apenas roto.

El último mes en Berlín, los tres presidentes más involucrados en la caída del muro, George H.W. Bush, Mijail Gorbachov y Helmut Kohl, discutieron acerca de quién merecía el crédito.

Ahora sé cómo nos ayudó el cielo, dijo Kohl. George H.W. Bush elogió al pueblo alemán, que por demasiado tiempo había sido privado de los derechos que Dios le otorgó. Gorbachov sugirió que Estados Unidos necesita su propia perestroika.

No hay duda acerca de la responsabilidad por demoler el intento de revivir la Iglesia del Evangelio en América Latina durante los años 80.

La Escuela de las Américas (desde entonces rebautizada como el Instituto del Hemisferio Occidental para Cooperación en la Seguridad) en Fort Benning, Georgia, que adiestra a oficiales latinoamericanos, anuncia orgullosamente que el ejército de Estados Unidos ayudó a derrotar la teología de la liberación, respaldado, por supuesto, por el Vaticano, empleando la gentil mano de la expulsión y la supresión.

La torva campaña para revertir la herejía puesta en marcha por el Concilio Vaticano II recibió una incomparable expresión literaria en la parábola de Dostoievsky del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov.

En esta narración, ambientada en Sevilla en el tiempo más terrible de la Inquisición, Jesucristo aparece súbitamente en las calles, suavemente, sin ser observado y, no obstante, extrañamente, todos lo reconocieron y se sintieron irresistiblemente atraídos a él.

El Gran Inquisidor ordena a los guardias que lo apresen y lo lleven a prisión. Una vez allí, acusa a Cristo de haber venido a obstaculizarnos en la gran tarea de destruir las ideas subversivas de libertad y comunidad. No te seguimos a ti –le advierte el Inquisidor a Jesús–, sino a Roma y a la espada del César. Buscamos ser los únicos gobernantes de la Tierra para poder enseñar a la multitud de viles y débiles que sólo se liberarán cuando renuncien a su libertad y se sometan a nosotros. Entonces serán tímidos y temerosos y felices. Así que mañana, dice el Inquisidor, yo debo quemarte.

Finalmente, sin embargo, el Inquisidor cede y libera a Cristo en los oscuros callejones del pueblo. El prisionero se alejó.

Los pupilos de la Escuela de las Américas no tuvieron tal misericordia.

© 2009 Noam Chomsky (distribuido por The New York Times Syndicate)

Los escritos de Noam Chomsky sobre lingüística y política han sido recogidos recientemente en la colección The essential Chomsky, editada por Anthony Arnove, de New Press. Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en el Massachusetts Institute of Technology en Cambridge, Massachusetts