Sociedad y Justicia
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Cartas marcadas

Mar de Historias
E

n medio de su desaliento, lo que más angustia a Mario es el recuerdo de la discusión que tuvo con su mujer esa mañana. Le puso fin con una frase que ahora lo avergüenza: Es mi dinero y yo sabré en qué o con quién me lo gasto. Lo dijo por decir, sólo para sentirse dueño de algo y con derecho a tomar sus decisiones aunque fuera por un momento.

Introduce la mano en el bolsillo interior del saco para comprobar que sigue allí su cartera con el cheque por 48 mil pesos. Mario hace una rápida operación matemática: mil por año de vida, 2 mil 400 por cada uno de los 20 que trabajé en Correos. Poco, muy poco. ¡Nada! Se siente humillado, con deseos de llorar. Lo único que me falta, murmura. Camina más de prisa por el Eje Central. Le gustaría que siguiera llamándose San Juan de Letrán y caminar al lado de sus padres esperando ansioso el momento de entrar en el restorancito adonde ellos acostumbraban llevarlo.

Sin darse cuenta Mario da vuelta a la derecha. Ver a la distancia la hilera de puestos callejeros le produce agobio; sin embargo, no hay forma de evitarlos. Si no quiere meterse en problemas tendrá que ir con cuidado para no estropear las mercancías que se desbordan hasta media banqueta. Los pregones, los arreglos entre los vendedores y sus clientes tienen un fondo musical de campanitas y coros infantiles que aumentan su exasperación: Blanca Navidad, es amor y paz./ Recuerde que en sus fiestas debe haber felicidad.

Frente a un puesto de juguetes una mujer con un atado de ropa a las espaldas presiona a un niño: ¿Qué vas a querer: la patrulla o el robot? Mario ve la angustia en la cara del muchachito y la comprende, pero su madre no: ¿te vas a quedar callado? Bueno, allá tú. Pero luego no te quejes porque Santa Clos no te trajo nada.

La escena lo lleva a recordar que en su casa lo espera Margarita. Esa mañana antes de que comenzaran a discutir él le prometió que iría a buscarla en cuanto terminara la celebración en la oficina. Después de cuatro años de austeridad apenas salpicada por los abrazos y los buenos deseos de sus jefes, el brindis de seguro iba a estar bueno. Por eso mandó sacar su traje de la tintorería y se puso la corbata que su hijo Eric usó el día en que fue chambelán de Mónica. Mientras se la anudaba frente al espejo del baño hizo planes en voz alta: mañana llamo a mi compadre Lázaro. De seguro él puede conseguirme barato un motor nuevo para el Tsuru.

Desde la cocina Margarita hizo un cálculo: por menos que te cueste vas a gastar un dinero que necesitamos para otras cosas? ¿Cuáles?, preguntó Mario distraído mientras seguía luchando con la corbata. Su mujer le respondió con una voz alegre, cantarina: arreglarle los dientes a Eric, comprarme una lavadora nueva, cambiar la taza del water. Satisfecho de su imagen frente al espejo, Mario soltó una carcajada: no voy a recibir una herencia, sino mi aguinaldo. Aunque me lo den completo no será mucho.

Mario no pudo ver la expresión de su mujer cuando le contestó: precisamente por eso tenemos que invertir muy bien el dinero. Con ironía, él le preguntó: ¿tenemos? Ese fue el principio de la discusión terminada con la frase que ahora le pesa y lo avergüenza: es mi lana y yo sabré en qué y con quién la gasto.

Vuelve a llevarse la mano al bolsillo en donde guarda el cheque por una cantidad muy superior a la que imaginaba, pero también será la última que le darán en Correos.

II

Mario siente en la boca el sabor agridulce que le dejó la sidra teñida con refresco de grosella. Águeda y Luisa la sirvieron en vasitos de cartón adornados con nochebuenas. El motivo se repetía en los manteles de papel que enfundaban los viejos escritorios metálicos, las ventanillas, la puerta del baño. Para alegrar más el ambiente Carmen había insistido en poner coronas de flores y pliegos de papel de China sobre las columnas de cajas y los bultos de correspondencia que aún no llegaban a manos de sus destinatarios.

El detalle provocó algunas burlas entre sus nueve compañeros –la mitad del personal que alguna vez trabajó en esa agencia de Correos– pero Carmen no se desanimó: No sean aguados. Piensen que es la primera Navidad en años que volvemos a tener un brindis. Además, ya me dijo Licha que el jefe de sector vendrá a acompañarnos. Y ahora ¿qué le picó? Nunca ha venido. Águeda sacó sus conclusiones: Querrá pararse el cuello entregándonos personalmente los aguinaldos. Dicen, pero no me hagan mucho caso, que anda tirándole a la dirección.

Eusebio, el empleado más antiguo, sacó a relucir su eterno pragmatismo: Pues a mí me da igual si el dichoso licenciado Brambila viene o si nos manda los cheques por paloma mensajera. Lo que me importa es que nos den aguinaldo. Necesito dinero para la operación de Eugenia. No quiere que se la hagan en el Seguro. Mario se sintió egoísta por haber pensado en un nuevo motor para su automóvil antes de considerar el tratamiento dental de Eric. Necesitaba disculparse con su esposa de forma indirecta. En algún momento llamaría a Margarita para recordarle que en cuanto terminara el brindis en la agencia iba a pasar por ella.

III

El comentario de una vendedora de guías luminosas atrapa a Mario: No sé a usted, pero este año se me fue como agua. El tiempo no se detiene, le responde un hombre sentado en una silla de ruedas con las piernas cubiertas por una manta a cuadros. Sin proponérselo, Mario interviene en la conversación: Y sólo nos damos cuenta cuando ya pasó. El hombre ladea la cabeza y sonríe: Mientras notemos eso podemos estar seguros de que seguimos vivos. Hay que darle gracias a Dios.

Aparece un muchacho y le entrega al inválido un exhibidor de madera con guantes y medias de lana: A ver, don Lalo, ¿con eso tiene o le traigo más pares? El enfermo se vuelve y le sonríe: Ni la burla perdonas. Ves que apenas puedo con esto y quieres cargarme más. Ahí nos vemos, Dolores. La vendedora de guías se inclina sobre la silla de ruedas: No se le olvide que para el 24 está invitado a su pobre casa. Ya sabe: nada de lujo pero, eso sí, con mucho corazón. Descuide: por ahí le caigo.

Mario se queda mirando a don Lalo. Lo asombra la destreza con que desliza su silla entre los puestos atestados y la energía con que pregona los guantes. La curiosidad hacia el desconocido lo hace olvidar su desdicha: ¿Qué le pasó? La vendedora sabe a quién se refiere: Un l4 de diciembre, el camión en que regresaba a su pueblo chocó casi llegando a Aculco. De todos los peregrinos que iban con él, nada más Lalo se salvó, lástima que hayan tenido que amputarle las piernas. Que este hombre viva es un milagro y más que pueda hacerlo valiéndose por sí mismo. El lo atribuye a que, después de cantarle las mañanitas a la Virgen, le pidió que nunca lo dejara sin trabajo.

¿Tiene? preguntó Mario. Aquí con nosotros. La primera vez que se nos apareció pensé que venía a pedir una ayuda y le di unos centavos. Se ofendió: No quiero limosna, sino trabajar. Mi puesto es chico, tengo pocas ventas y me ayuda mi hijo. Fui a ver quién de mis compañeros necesitaba a alguien. A Faustino, el dueño de la tienda de guantes, le hacía falta quien anduviera jalándole clientes por la calle y le dio la chamba a don Lalo. Le paga con una comisión. No es mucho, pero el hombre va saliendo adelante.”

III

Esas palabras remiten a Mario al momento en que el licenciado Brambila alzó su vasito lleno de sidra teñida ante las miradas sonrientes de los nueve empleados de la agencia postal: Antes que otra cosa quiero felicitarlos por el magnífico trabajo que han realizado a lo largo de los años. Estoy seguro de que ustedes están conscientes de lo que significa la tarea que llevaron a cabo durante el 2009. Una voz anónima lo interrumpió: Llegué aquí en el 98. Águeda levantó la mano: Chebo es el que tiene más años aquí: 24. Hubo aplausos que don Eusebio agradeció llevándose el pañuelo a los ojos.

El licenciado Brambila enrojeció: Sé que algunos de ustedes han dejado aquí mucho tiempo, una parte significativa de su vida. Esa constancia, ese tesón equivalen por sí mismos a una medalla. Valiosa, sin duda; pero ustedes merecen algo más que sea tangible, material porque ¡se lo ganaron!

Los nueve empleados se miraron sonrientes, orgullosos felices ante la cercanía del momento crucial: la entrega de los aguinaldos y tal vez de compensaciones adicionales. El licenciado Brambila intercambió algunas palabras con Olvera, su asistente, quien de inmediato abrió un portafolio negro. Con una mueca parecida a una sonrisa el jefe de sector continuó su discurso: A cada uno de ustedes le entregaremos un cheque. Quedarán muy sorprendidos al ver que la cantidad es muy superior a la esperada por concepto de aguinaldo.

Un tercer aplauso lo interrumpió pero el orador mantuvo la expresión solemne: No digo que sea todo lo que ustedes merecen, pero sí puedo garantizarles que será lo suficiente para que inicien una nueva etapa de su vida. Estoy cierto de que la emprenderán con valor y con el orgullo de saber que han sido capaces de realizar aquí una tarea invaluable. Gracias una vez más. ¡Salud, buena suerte y que tengan un muy feliz año 2010.

Nadie levantó el vaso rebosante de sidra teñida; nadie se movió ni pronunció una palabra aunque todos entendían que ese era el fin. Incómodo ante el silencio, el licenciado Brambila hizo una leve reverencia, se encaminó hacia la salida y antes de abandonar la oficina le dio una última instrucción a su asistente: Que le firmen de recibido con nombre y fecha. Cuando termine vea que todo quede cerrado. Ya en enero comenzaremos a desmontar la oficina. Ante el asombro de todos Carmen preguntó: ¿Me puedo llevar las coronas de Nochebuena?

Cuando el licenciado Brambila se fue, Olvera les pidió a los nueve empleados que se formaran por orden alfabético para iniciar cuanto antes la entrega de los cheques. Mario protestó: ¿Es una burla o qué? Sin responderle Olvera se puso a pasar lista: Antúnez Cornejo Águeda. Contreras Martínez Carmen, González Arias Luisa. Parecía que nadie escuchaba su nombre. Olvera fingió no darse cuenta y continuó la lectura: Hernández Mejía …”

Sin esperar a que pronunciara su nombre Eusebio se encaminó hacia la mesa con pasos inseguros como si se aproximara al paredón de fusilamiento. Águeda intentó detenerlo: No firme, espérese. A lo mejor podemos arreglar las cosas. El hombre negó con la cabeza, siguió adelante y tomó el bolígrafo que Olvera le ofrecía. Antes de firmar se volvió hacia sus compañeros. En sus facciones alteradas podían leerse necesidad, temor, angustia: absoluta derrota.

IV

Confundido entre los vendedores y la multitud que atesta la calle Mario supone que debió de haber tenido el mismo aspecto cuando recibió el cheque. Piensa otra vez que la cifra escrita en el documento significa el pago de mil pesos por año de su vida y 2 mil 400 por cada uno de los 20 que trabajó en la agencia de Correos. Algo le dice que seguirá repitiendo esa cifra mucho después de que su liquidación se haya agotado o tal vez por el resto de su vida.