Migraciones: pueblos que van pero regresan,  permanecen

La movilidad es atributo ancestral de los pueblos indios de México, paradójicamente considerados por el Estado y la intelligentsia como inmóviles, atrasados, renuentes al cambio. En un tiempo en que la desposesión y el desarraigo están muy extendidos entre los mexicanos, cuando millones son migrantes internos o hacia las naciones ricas del norte, los campesinos indígenas van y vienen pero se conservan unidos a la tierra, que es todo lo que tienen. Y en ello resulta que tienen algo cuando tantísimos compatriotas no tienen nada, y sólo unos pocos lo tienen todo (casi: les faltan los suelos y ríos de las comunidades).
Nuestra Madre Tierra, la llaman los pueblos del noroeste pertenecientes al Congreso Nacional Indígena, en su conmovedora declaración desde la sierra Tarahumara (ver Página final). Al habitar, cultivar y cuidar nuestras montañas, cañadas, bosques, desiertos y selvas, los pueblos originarios defienden lo que queda de reserva natural en nuestros suelos. Llevan una carga cultural, política y civilizatoria infinitamente más rica que el futuro de anomia, esclavitud y consumismo al que son arrojados millones de mexicanos en el campo y la ciudad; de aquí se originan verdaderas epidemias de “crimen organizado”, drogadicción y conformismo, que nos aquejan peor que virus y ni chance de vacuna todavía.
La explotación en campos ajenos e industrializados, en maquiladoras y servidumbres mal cubiertas por leyes que protegen al patrón y al capital foráneo, es en buena medida la experiencia de los migrantes. Refleja que las tierras son insuficientes, no que no valgan. Pero al ser cíclicos y paradójicos, los movimientos migratorios de los pueblos no siempre los desintegran, y con mucha frecuencia fortalecen la identidad de formas inesperadas.
Saben que abdicar a la presión del turismo, la agroindustria, la minería, las insaciables represas, significa dejarse arrancar la raíz de la vida. Literalmente. Apenas si es metáfora.
Mucho estaríamos perdiendo si los pueblos indios aceptaran que su Madre Tierra es sólo “recursos”, y no suyos.  En sus ires y venires sobreviven, aprenden, maduran y se conservan íntegros y dignos. Con todo el sistema en contra —político, económico, represivo, mediático—, tienen a su favor lo mero principal: la tierra, la sabiduría agrícola, la probada capacidad de resistencia de su palabra contra la Historia, pertrechados con las experiencias de su historia.
La Nación debe empezar a respetarlos, a contar con ellos, admitir que el maíz es la vida, sin agua sólo hay muerte. A reconocer que nunca más podrá haber un México sin los pueblos indios. No parece que así esté ocurriendo. Las autonomías zapatistas de Chiapas son amenazadas con violencia y con mentiras, lo mismo que la del municipio autónomo triqui de San Juan Copala. Los representantes independientes y críticos son encarcelados, como David Valtierra en Xochistlahuaca por defender la comunicación autogestiva, o asesinados como Mariano Abarca en Chicomuselo por oponerse a las mineras canadienses. Esas tampoco son metáforas.