Opinión
Ver día anteriorViernes 11 de diciembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El premio Nobel de la Guerra
L

a guerra es la paz era uno de los tres lemas de la implacable dictadura planetaria presidida por un personaje simplemente llamado El Gran Hermano, que imaginó el escritor británico George Orwell a mediados del siglo pasado en su novela 1984. Un postulado muy semejante pronunció ayer el presidente Barack Obama al recibir el premio Nobel de la Paz en la capital noruega, en una ceremonia magna y solemne que no bastó para menguar el azoro de amplios sectores de la opinión pública mundial que asistieron a la conversión de esa presea en una exaltación de virtudes guerreras.

En la circunstancia, Obama, comandante en jefe de un abrumador aparato bélico que durante ocho años ha causado miles de muertos inocentes entre las poblaciones de Irak y de Afganistán, buscó justificar la insólita incongruencia de haber recibido el galardón mediante piruetas conceptuales, mentiras llanas –como en el caso del aserto de que Estados Unidos nunca ha peleado una guerra contra una democracia, como si no hubiesen sido actos de guerra las sangrientas intervenciones de Washington contra las presidencias democráticas de Francisco Madero, en México; de Jacobo Árbenz, en Guatemala, y de Salvador Allende, en Chile, por citar sólo tres casos en América Latina– y una oratoria brillante, pero carente de sentido.

Y es que no hay forma de disfrazar a la población afgana, regularmente masacrada por las fuerzas aéreas de las naciones ocupantes, como equivalente moderno de las huestes hitlerianas; argumentar que la presencia bélica de Estados Unidos en Irak es una medida defensiva o que la proyección militar de Washington en diversas regiones del mundo corre pareja con una preocupación por la defensa de los derechos humanos, cuando Obama, quien está próximo a cumplir un año en el cargo, no ha conseguido ni siquiera el cierre del campo de concentración establecido en Guantánamo por su antecesor.

No hay escrúpulo posible en la mención de figuras como Mahatma Gandhi, Martin Luther King o Nelson Mandela como justificaciones para la sórdida y violenta historia del intervencionismo estadunidense en el mundo, y menos aún como inspiradores de las guerras de rapiña que el gobierno de Obama heredó de la administración pasada y que mantiene y agudiza hoy día.

Hasta ayer, el presidente Obama se había mantenido ajeno, en sus discursos, a la sistemática distorsión de valores éticos y de hechos históricos. Pero, al recibir un premio de paz defendiendo la pertinencia de la guerra, y en concreto de guerras neocoloniales y depredadoras que no garantizan la seguridad nacional de nadie, sino que sirven para generar oportunidades de negocio a los aparatos industriales, comerciales y financieros de los países atacantes, el mandatario exhibió la magnitud de su abdicación frente a los intereses de tales aparatos y la continuidad, en Estados Unidos, de las principales distorsiones introducidas por la administración Bush en la concepción y la práctica del derecho internacional, los derechos humanos y la justicia.

En suma, en casi un año de ejercicio del poder, Obama no ha podido o no ha querido convertir en hechos las singularidades positivas de su figura política –parcialmente afroestadunidense, liberal, antiguo activista social comprometido–, singularidades que generaron desbordadas expectativas de cambio, tanto en territorio estadunidense como fuera de él. Por lo contrario, ante el Comité Nobel de Oslo se presentó un hombre moralmente derrotado que ha empezado a asumir los argumentos chovinistas y mentirosos de quienes eran –se suponía– sus adversarios, discurso con el que a todo lo largo el siglo XX y en la década actual se ha pretendido dar un barniz de respetabilidad a una trayectoria nacional de saqueo violento del mundo y a una hegemonía que se traduce en esquemas de dominación ignominiosa de otras naciones.

Por otra parte, la decisión de los académicos noruegos de entregar a Obama una suerte de Nobel preventivo que habría de contribuir a reforzar las tendencias antibélicas en el poder público de Estados Unidos, se ha revelado como profundamente equivocada; por el contrario, el premio ha significado una suerte de permiso para matar, es decir, una espléndida coartada con la cual el jefe de Estado de la superpotencia podría justificar cualquier acto de guerra y de barbarie en nombre de la seguridad nacional, la promoción de la democracia o, simplemente, la paz.