Convertirse en universitario 1
Los estudiantes de primer ingreso


Foto: Maricarmen Miranda

Gabriela Cabrera

Cada año, jóvenes procedentes de múltiples sistemas de bachillerato logran un lugar en las aulas universitarias. A diferencia de ciclos anteriores, en éste han hecho una elección de vida que, consciente o no, habrá de marcar su inserción en el ámbito laboral y en su aportación social. Son por lo general adolescentes que traen consigo expectativas de desarrollo personal, académico y profesional y que afrontan el desafío de atravesar la transición bachillerato-universidad construyéndose como personas –y como ciudadanos– en situaciones altamente complejas y diferenciadas en cuanto a los recursos disponibles, sean económicos, afectivos o sociales. Entre ellos se dan diferentes condiciones de desarrollo personal, académico y laboral, dependiendo del nicho socioeconómico y cultural en el que nacieron. Si han tenido un entorno precario intelectual, afectiva y económicamente, es probable que también hayan “aprendido” a esperar el fracaso en sus intentos de inclusión social, o a no esperar nada.

Son jóvenes cuyas trayectorias de vida pueden asumir un futuro delimitado por las estructuras sociales como la escolaridad –seguir el modelo piramidal educación básica a licenciatura o posgrado– y las opciones laborales –empleo, autoempleo o subempleo. O bien, pueden intentar eludir la fuerza de estas estructuras construyendo mecanismos de resistencia, aislándose o manifestando abiertamente su desafío a la sociedad. En todo caso, las actuales estructuras contribuyen a la no inclusión y, a veces, a la expulsión de las y los jóvenes.

La educación superior, entonces, conforma un ideal y una expectativa de desarrollo que, en nuestro país, sólo alcanza el 25% de los jóvenes entre 18 y 24 años de edad.

Ahora bien, el paso de los jóvenes del bachillerato a la universidad nos permite detectar los efectos y condiciones de una transición académica, la cual consiste en atravesar un periodo de cambios más o menos drásticos que impactan su vida personal, familiar, social y, particularmente, académica. Encontramos tres momentos en este proceso: el antes, que ocurre en el último curso del ciclo de bachillerato, cuando los jóvenes toman la decisión sobre su carrera profesional; el durante, etapa de ingreso al primer curso de licenciatura cuando afrontan lo desconocido y, el después, al final o inicio del segundo curso de licenciatura, cuando se han adaptado al nuevo escenario escolar.

Para los estudiantes, transitar con éxito conlleva poner en juego eficazmente su repertorio de conocimientos, experiencias y habilidades sociales, aplicándolo a nuevas situaciones de interacción, implicarse en el establecimiento de relaciones sociales de colaboración, reciprocidad y productividad académica, el pensamiento crítico y reflexivo, la investigación, la solución de problemas y el manejo de las tecnologías de información y comunicación.

No hay que olvidar que los estudiantes afrontan nuevas culturas institucionales y nuevas prácticas educativas. Les corresponde dejar atrás modos familiares de enseñanza y de aprendizaje y un estilo de relaciones profesor-alumno quizá más dependiente y menos autónomo que el que la educación superior requiere y promueve, al mismo tiempo que deben emprender nuevas aventuras de indagación en la búsqueda y construcción de conocimiento; la transición les demanda cambiar de redes sociales y tejer nuevas y, también, dejar atrás a unos padres quizá inquisitivos, desentendidos o preocupados por el futuro de sus hijos que inician la transición universitaria.

A los estudiantes, ¿qué les significa el nuevo ingreso?

Poco después de las primeras semanas en la universidad y al entrar en contacto con los profesionales de la carrera elegida, los jóvenes comienzan el proceso de construcción de su identidad profesional que habrá de consolidarse hasta años después del egreso y tras algunos ensayos de inserción laboral. Es una identidad que han visualizado y, en muchos casos, idealizado antes de ingresar a la universidad, y que al relacionarse con el profesorado, comienzan a conocer como realidad del ejercicio profesional.

Los estudiantes de nuevo ingreso afrontan nuevas culturas institucionales y nuevas prácticas educativas. Para transitar con éxito a la universidad, necesitan poner en juego eficazmente su repertorio de conocimientos, experiencias y habilidades sociales, aplicándolo a nuevas situaciones.

Pero construir una identidad profesional no sólo es labor del currículo –explícito y oculto– de una institución, sino de la práctica de una filosofía y una cultura universitaria, del fomento de hábitos e interacciones sociales aceptados por esa comunidad. Por tanto, no es algo que puede dejarse al buen hacer del profesorado, tutores y orientadores educativos y menos a las propias habilidades de los estudiantes como actualmente se hace, pues implica una política institucional de integración que contenga directrices y perfiles acerca del tipo de alumnado y de profesionales que se busca co-formar y para qué propósito social.

Identificarse con la universidad es también resultado de un proceso de búsqueda de elementos y significados comunes, de puntos de encuentro y diálogo donde el estudiante interactúa y se va reconociendo para finalmente sentirse parte de la comunidad. Ello no necesariamente implica que asuma todos los elementos o atributos de la institución y hay casos en los que el estudiante puede incluso permanecer y sentirse ajeno, condición que probablemente augura una deserción.

Para aquellos que logran adaptarse y son integrados por la institución, la identidad y pertenencia les supone, también, la responsabilidad personal con su formación, con su proceso de convertirse en profesionales y de asumir, a la vez, un compromiso ético con la institución. El estudiante ha de participar en la permanente construcción y consolidación de la institución a cambio del derecho a disfrutar lo que ésta le ofrece; es decir, asumir la cultura interna y la normatividad, participar en la definición del discurso pedagógico institucional y cumplir con su parte de la misión escolar: estudiar para alcanzar una comprensión integral del mundo que le ha tocado vivir y poder forjarse metas académico-profesionales que lo vinculen con la sociedad.


Foto: Sergio Aldama

La educación superior, entonces, conforma un ideal y una expectativa de desarrollo que, en nuestro país, sólo alcanza el 25% de los jóvenes entre 18 y 24 años de edad. Sin embargo, llegar, mantenerse y egresar les supone un esfuerzo intelectual, afectivo y de comportamiento de gran envergadura, particularmente para aprovechar las oportunidades que les brinda la sociedad.

Para los estudiantes esto conlleva fundamentalmente las responsabilidades, derechos y obligaciones que, como miembros de la comunidad educativa adquieren con la Universidad, que pone a su disposición los espacios y las oportunidades de adquirir conocimientos, valores, hábitos, relaciones y proyectos, mediante una infraestructura social, técnica y material indispensable para su formación.

Pero los desafíos no se detienen en ellos. El primer ingreso también plantea retos para la institución y los docentes que, como se verá en una próxima entrega, han de poner su empeño en acogerlos y procurarles situaciones que favorezcan su permanencia y una trayectoria formativa de buena calidad.

Gabriela Cabrera es doctora en Ciencias de la Educación por la Universidad de Barcelona; académica de la DGOSE, UNAM y consejera expresidenta de AMPO, AC.

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