sta semana, los obispos reunidos en Cuautitlán analizan la inseguridad y la violencia generalizada en el país que ha llegado a afectar las mismas estructuras religiosas con secuestros, asesinatos, amenazas, extorsiones a sacerdotes y religiosos, y hasta el saqueo de templos. Los obispos mexicanos tienen una magnífica oportunidad de hacerse eco del reclamo popular que raya en el hartazgo y el desaliento.
Estas cuestiones ya han sido abordadas por el obispado en la pasada asamblea. El jesuita Alexander Zatyrka advirtió ahí que la cultura de la violencia expresa la crisis de la cultura y de sus instituciones; así, la misión de la Iglesia católica no sólo consiste en auxiliar a las instituciones, sino en rescatar la cultura y sumar el fundamento religioso para fortalecer los medios de convivencia social.
Durante esta asamblea, recordemos, se desató un hecho insólito: el arzobispo de Durango, Héctor González Martínez, reveló el paradero de El Chapo Guzmán –uno de los jefes del narcotráfico más buscados en México y líder del cártel de Sinaloa–, el cual reside, dijo, cerca de la ciudad de Guanaceví, 300 kilómetros al noroeste de la capital de Durango. El pronunciamiento evidenció la incompetencia y complicidad de las autoridades, y la declaración se convirtió en escándalo público que duró semanas.
En esta 88 asamblea plenaria de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), los prelados tienen una circunstancia única para expresar una profunda reflexión ética y valiente en torno a la lacerante situación de violencia e inseguridad. No se trata de romper lanzas contra el gobierno, sino que los prelados hagan suya la angustia ciudadana, que sufre día a día una profunda descomposición en la convivencia social. Se espera un documento claro y directo; cualquier matiz o intento de hacer un documento políticamente correcto, sosegará lo que el ámbito religioso denomina fuerza profética.
Otra gran cuestión de la 88 asamblea es la renovación de más de 70 cargos en la CEM para el trienio 2009-2012, entre los que destaca la presidencia del organismo, encabezada actualmente por Carlos Aguiar Retes.
Analistas aseguran que el nuevo presidente será de tendencia priísta para asegurar un buen acomodo en la probable contra alternacia
en la que el PRI regresará a Los Pinos. Aún falta mucho para ello; sin embargo, un movimiento futurista y brusco puede resultar contraproducente con el actual gobierno de Felipe Calderón. Siguiendo esta hipótesis, el episcopado tendría tiempo de colocar a un actor que fuera un puente eficaz entre Iglesia y la posible nueva cúpula gobernante. La lógica se inclina por la continuidad de Aguiar Retes no sólo por tradición –generalmente es relegido al concluir el primer trienio–, sino porque ha desarrollado una presidencia con saldo favorable. A pesar de un inicio incierto, pues se le identificó con la democracia cristiana de Manuel Espino, y de haber perdido la discusión ante la clase política en torno a la libertad religiosa y establecer una segunda generación de reformas constitucionales en materia religiosa, supo reponerse en el tema del aborto, pues logró que 16 legislaturas locales, conforme a un eficaz cabildeo con PAN, PRI y sectores de la izquierda provinciana, introdujeron fórmulas en las constituciones locales que impiden y hasta penalizan a mujeres que practican el aborto. La estrategia fue discreta y altamente eficaz, se alejó de las estridencias de Pro Vida y de los chantajes mediáticos del cardenal Norberto Rivera. Por ello creemos muy probable su relección.
La prensa ha destacado la figura de Emilio Berlié, de Mérida, y del cardenal de Monterrey, José Francisco Robles Ortega, como enlaces a la transición priísta. Efectivamente, Berlié pertenece a la generación de los Golden Boys del entonces poderoso nuncio Prigione, y sabemos de su inclinación y fascinación por el viejo sistema. Berlié es heredero de esta corriente; su relación con Ivonne Ortega es muy cercana, al grado de que rehusó comentar el penoso asunto de las camionetas obsequiadas a diputados federales. No obstante, derivado de su paso por Tijuana, pesa sobre él la nebulosa relación con el narco, cuyo epicentro fue el asesinato del cardenal Posadas en 1993, y fue su antecesor en Tijuana.
Si los obispos piensan que Peña Nieto –uno de los pocos invitados a esta asamblea– será el próximo presidente de este país, el candidato idóneo a presidir la CEM sería el cardenal José Francisco Robles Ortega, quien pasó más de 11 años en la entidad mexiquense como obispo y conoce a fondo los usos y costumbres del priísmo del estado de México. Al frente de la arquidiócesis de Monterrey se ha distinguido por su amistad fraterna con los Legionarios de Cristo y por desmantelar el trabajo de la pastoral social, comprometida con los derechos humanos, que había estructurado su antecesor, el cardenal Adolfo Suárez Rivera.
Suenan también los nombres de Rogelio Cabrera López y de Víctor Sánchez Espinoza, arzobispos de Tuxtla Gutiérrez y de Puebla, respectivamente; ambos tienen larga trayectoria en instancias de la CEM y en los ámbitos latinoamericanos a través del Celam. Uno y otro significarían la continuidad en el trabajo realizado por Aguiar. Los tres se inscriben en una tradición de obispos que conducen la CEM y que se remonta a los años 70, bajo las presidencias de Ernesto Corripio, Adolfo Suárez Rivera y Sergio Obeso. Obispos moderados que de manera discreta y sobria han conducido al conjunto del episcopado frente a los embates autoritarios que de repente se han desatado desde Roma con nuncios excesivamente intervencionistas, como Prigione y Sandri. También han sabido atemperar el desmesurado protagonismo de Onésimo Cepeda, del cardenal Rivera y su vocero, el desatado Hugo Valdemar, quien habla en nombre de toda la Iglesia. Ser presidente de la CEM es un ejercicio de contrapesos casi medievales.