Opinión
Ver día anteriorMartes 3 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Afganistán: fraude aceptado
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ras el retiro del aspirante presidencial opositor Abdullah Abdullah y la cancelación de la segunda vuelta electoral que debía realizarse el próximo 7 de noviembre, el panorama político de Afganistán ha entrado en un nuevo tramo de crisis: el relecto Hamid Karzai carece de legitimidad, habida cuenta de que en la primera vuelta de los comicios sus operadores realizaron un fraude masivo, y para todo mundo, dentro y fuera del territorio afgano, resulta claro que debe su permanencia en el cargo al gobierno de Estados Unidos –el cual no ha tenido más remedio que reconocerlo como presidente– y no a los votantes del convulsionado país centroasiático.

Si las trampas perpetradas por Karzai y sus seguidores persuadieron a su principal rival de la inutilidad de participar en una segunda vuelta, la anulación de ésta y la relección automática del actual gobernante han terminado de desnudar la extrema inutilidad de los empeños occidentales por disfrazar al régimen títere de Kabul de democracia institucional consolidada. La realidad es inocultable: el régimen que encabeza Karzai es sólo una débil bisagra civil entre los señores de la guerra que ejercen el control de las zonas no dominadas por el talibán y los gobiernos que participan en la ocupación militar extranjera.

En la medida en que el pasado proceso electoral fue un intento por legitimar al régimen y justificar así la renovada y aumentada presencia bélica de Washington y la OTAN en territorio afgano, la impresentable relección de Karzai como resultado de ese proceso deja al gobierno de Barack Obama en una situación aún más comprometida y vulnerable que antes de los comicios del 20 de agosto.

El presidente estadunidense apostó el futuro de su política exterior en Asia Central a la concentración de los esfuerzos bélicos de su país en Afganistán, y en el teatro de operaciones tal apuesta ha tenido, hasta ahora, resultados negativos para Washington: las milicias del talibán, lejos de debilitarse, han cobrado una fuerza insospechada, han adquirido presencia en el vecino Pakistán –donde ayer se perpetró un atentado con explosivos en el que murieron 35 personas, y la ONU anunciaba el retiro de su personal extranjero del noroeste del país– y se han multiplicado los ataques terroristas en las ciudades Kabul incluida, lo que deja al desnudo la debilidad y la impotencia de la coalición militar –la más poderosa del mundo, en principio– que opera como fuerza de ocupación en el país centroasiático.

Ahora Obama y su equipo no tienen siquiera el pretexto de respaldar a un gobernante legítimo, representativo y democráticamente electo: han aceptado el fraude y han empezado a recurrir a la práctica políticamente riesgosa de la mentira: elecciones históricas, legalidad y dirigente legítimo son palabras claramente equívocas cuando se trata de calificar lo sucedido en las urnas afganas y su resultado, y tales ejercicios de simulación contaminan de ilegitimidad y descrédito el conjunto de la política exterior del presidente demócrata.

En Afganistán el mandatario de Estados Unidos se enfrenta, en suma, a la disyuntiva de echar a perder sus lineamientos diplomáticos globales o abandonar el empecinamiento injerencista en ese remoto país, sacar a las tropas y reconocer que la superpotencia que preside no tiene la menor posibilidad de normalizarlo, democratizarlo o estabilizarlo.