Los fantasmas y su espejo

Francisco López Bárcenas

 

Los fantasmas andan sueltos y recorren el mundo. Se aparecen por donde a los pueblos no les queda más que protestar para que el capital no los aplaste, y de esa manera van construyendo los movimientos indígenas, tan fuertes en estos tiempos de saqueos y despojos, que cada día que pasa su presencia en la vida política de los países donde se desarrollan es más importante, tanto que son muchos los que se asustan con ellos. No son de ahora sino de hace muchos años, veinte por lo menos, si queremos poner alguna fecha, que por alguna coincidencia son los mismos que lleva de vida Ojarasca, en sus diversas etapas. Coincidencia feliz porque como ningún otro medio se ha convertido en el espejo donde aquéllos han podido reflejarse.

 

La explosión de los movimientos indígenas en su versión comunitaria —es decir, auténticamente indígena— se presentó cuando los pueblos mayas de Chiapas rompieron las ataduras creadas por la estructura gubernamental durante muchas décadas de dominación, generando espacios donde los pueblos dijeron su palabra.

Antes ya se habían notado barruntos de esas inconformidades. A fines de 1990, protestaron contra las pretensiones de los gobiernos de celebrar los 500 años del “encuentro de dos mundos”, junto con los colonizadores. A los herederos de los pueblos conquistados les pareció una grosería. Ahí mostraron que cuando los pueblos quieren pueden, y salieron a gritar su palabra, como son, fuera de las organizaciones campesinas donde se les había arrinconado, y lo hicieron con tal fuerza que obligaron a los gobiernos a desistir de sus propósitos. A esas protestas se unirían las denuncias de la continuidad del colonialismo quinientos años después de la invasión.

Ése fue el preludio de la irrupción indígena que tuvo su mayor expresión aquel histórico primero de enero de 1994, cuando el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) le declaró la guerra al Estado mexicano como única manera de que éste los escuchara.

A partir de ahí se desató un proceso de organización y lucha que marcó el horizonte de los pueblos y el camino que deberán recorrer para alcanzarlo. Hay un antes y un después de la rebelión zapatista en tierras mayas: antes era la subordinación de los pueblos indígenas (y en el mejor de los casos su asimilación a campesinos o grupos vulnerables), el después un tiempo de los pueblos como tales, con sus derechos bien específicos. Eso marcará las nuevas relaciones con el Estado y el resto de la sociedad.

Al andar se hace camino. Lo que sucedió después de la rebelión ya se sabe. La sociedad y los movimientos indígenas salieron masivamente a apoyar su lucha y sus demandas, aunque no necesariamente la vía armada. Fue una posición inteligente que obligó al gobierno a dejar de lado la fuerza militar como respuesta y abrir un camino al diálogo, aunque éste no dejó de ser violento. Los rebeldes y los pueblos indígenas aprovecharon la negociación entre el gobierno federal y los rebeldes para tejer entre ellos redes y nudos con los que se fue construyendo un programa y otras formas de lucha que con los años se ha manifestado como el nuevo movimiento indígena: nuevo porque eran los propios pueblos los que hablaban por ellos mismos, pero también por sus demandas y la forma de conseguirlas.

Esto generó rupturas. Quienes pensaban que los pueblos necesitaban de organizaciones con estructuras ajenas a ellos, verticales y jerárquicas no estuvieron de acuerdo y agarraron su propio camino. Los pueblos en cambio apostaron a sus propias estructuras y en ellas se hicieron fuertes. Organizaron varios foros nacionales y regionales en donde se fue construyendo como demanda central la reforma profunda del Estado, único modo de hacer posible el reconocimiento de los pueblos indígenas y sus derechos. Así se obligó al gobierno a firmar, en febrero de 1996, los Acuerdos de San Andrés, por la comunidad donde se dieron los diálogos. Después de los Acuerdos los foros dieron otro paso y crearon, en octubre de 1996, el Congreso Nacional Indígena, un espacio que fue el lugar privilegiado para el análisis de los Acuerdos y las formas de lograr su cumplimiento.

Más de una década se mantuvo el movimiento en la cresta de la lucha social reclamando el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés y el reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos de derechos colectivos. No se logró el propósito porque el gobierno decidió no cumplir lo pactado y optó por la represión. En ese ambiente, el EZLN y el Congreso Nacional Indígena todavía organizaron, a principios del año 2001, la Marcha del Color de la Tierra exigiendo reconocimiento constitucional, pero el gobierno respondió con mas represión y un simulacro de reforma que en vez de reconocer los derechos reclamados apretó más el control de los pueblos y sus territorios, incluyendo los recursos naturales existentes en ellos.

Trazando el horizonte. Cerrada la posibilidad de avanzar a través del diálogo los pueblos optaron por trazar su propio horizonte y se propusieron construir en los hechos las autonomías que venían reclamando. La lógica era simple. Si el gobierno no quería reconocer sus derechos para que los ejercieran en los marcos de su estructura, ellos no tenían por que ajustar sus actos a los marcos estatales que los negaban. Otra vez apelaron a sus propias experiencias, estructuras y condiciones para hacerse fuertes. Por distintas partes del país comenzó a hablarse de la construcción de las autonomías indígenas. En el proceso hubo de todo, desde declaraciones de autonomía que apelaban al apoyo estatal para realizarse hasta aquéllas que sin decirlo lo hacían.

Con los años los caminos están más claros. Los procesos de construcción de autonomías que no tenían ningún sustento entre los pueblos mismos terminaron fracasando y algunos de los líderes terminaron montados en el carro gubernamental, haciendo lo que siempre criticaron, mientras los que se afianzaban en la realidad y capacidad constructiva de los pueblos siguen adelante, a pesar de los esfuerzos de los gobiernos porque fracasen.

Así, algunos de los primeros esfuerzos han desaparecido mientras otros van surgiendo en los lugares menos imaginados. La enseñanza que esta práctica deja no puede ignorarse: o los procesos de construcción autonómica los impulsan los mismos pueblos al modo que les permitan sus capacidades propias, o no lo son.

Esto es más importante ahora que el capital en su fase de despojo abierto anda tras los territorios indígenas, sus recursos naturales y sus saberes sobre ellos, para convertirlos en mercancía que después les regresan encapsulada en plástico. Pero los pueblos resisten, más que otros sectores sociales, porque son los directamente afectados, porque en eso se juegan su futuro. Veinte años de experiencia no son en vano. Y no se olvidan porque la memoria es necesaria para no perder el rumbo. Es el espejo donde los pueblos pueden verse.

 

Arando el ejido. Cuernavaca 1946. Foto: Leo Matiz

regresa a portada