Literaturas indígenas de México:

primavera difícil, secreto a voces

 

Hermann Bellinghausen

 

La modernidad dio de sí. Se hizo vieja. Sus descubrimientos, sus certezas, sus creaciones y desastres ya fueron. Para bien y para mal, lo que hoy sucede en nuestro mundo está más allá de la largamente llamada modernidad. Ah, sí, estuvo la posmodernidad, rubro un tanto desesperado, oportunista y provisional; útil en su momento, también se le puede describir como “último estertor”.

¿Cómo llamar nuestro presente? Estamos parados en un distinto suelo. Uno ya desconfía de términos como “nueva época”, o “fin de época” para el caso. Cuántas veces la modernidad, esa dimensionalización del mundo y sus culturas nacida del siglo xix europeo que prohijó vueltas y revueltas dentro de su paradigma —revoluciones, holocaustos y progreso sostenido—, inauguró “épocas” y las abandonó sin pudor ni tregua.

De la carreta de madera a la exploración espacial, el mundo creció y se hizo pequeño como nunca en el siglo xx. Aprendimos de una vez y para siempre que podíamos desaparecer. La especie humana llegó a extremos impensados, asomó al agujero de Hiroshima y se detuvo. Mas no pudo evitar los perfeccionamientos extraordinarios de su capacidad de destruirse por completo, el irresistible desarrollo de la ciencia en función de lo que se dio en llamar “carrera armamentista”.

Con no poca soberbia de sobrevivientes consideramos estar en un post-todo. Post­socialismo, postcolonialismo, etcétera. No postcapitalismo, por cierto.

Ahora reinan el escepticismo, el fundamentalismo, el nihilismo juvenil, un consumismo (“materialismo a-histórico”) inyectado por la propaganda a escala astronómica y, gracias a la sutil tecnología, casi intravenoso.

Ante ello, y con las razonables reservas del caso, en México sucede algo imprevisto: ha nacido una nueva literatura. El plural sería más justo: varias nuevas literaturas.

Hoy que la contigüidad global se apodera de todo y nos promete por fin vencer a Babel (ésa fue la pesadilla hacia 1895 del nicaragüense Rubén Darío: “¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?/¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?”), sucede algo inusitado: lenguas ancestrales que nunca conocieron la expresión escrita la adquieren de pronto. Aparecen escritores y escritoras, individuos que se expresan con intención literaria y no sólo testimonial en lenguas como tsotsil, mazateco o purhépecha.

Pues en México nacieron, a fines del siglo xx, varias literaturas indígenas. No de la nada. No incipientes. Su voz es antigua y va madurando. Su salto a la página, aún inseguro muchas veces, desafía predicciones demográficas y culturales.

No puede omitirse la referencia a dos epopeyas del siglo pasado: el renacimiento del hebreo como lengua secular, y el retorno del euskera a fuerza de voluntad colectiva. Una lengua muerta y una lengua negada hoy ya poseen una literatura, canciones, películas, periódicos, cartas constitucionales, diccionarios.

La mexicana es una de las literaturas hispánicas. Forma parte de un gran caudal de letras y se jacta, con razón, de haber producido algunas obras maestras y definitivas, desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Juan Rulfo. Ello no quita que sea, actualmente, una escena conservadora, con un canon fijado en los años sesenta. En la presente República de las letras mexicanas se escribe, en general, con guantes de plomo.Que los pueblos indígenas creen sus propias letras es sólo parte de un fenómeno más amplio: su movimiento reivindicativo en demanda de su autonomía política, cultural, productiva, territorial. Por hacer del nuestro un país pluricultural.

En México vive el 25 por ciento de la población indígena, u originaria, del Nuevo Mundo. Se hablan 56 lenguas, y de algunas, importantes dialectos bien diferenciados. Al menos una veintena de ellas cuentan con un número significativo de hablantes. Que la mayoría nacional hispanoparlante las borre de su conciencia es otra cosa.

Puede parecer injusto decir que los pueblos despertaron. Equivale a decir que dormían, lo cual no es verdad. Sin embargo, de tres décadas para acá hemos conocido un creciente espabilamiento de los indígenas mexicanos que dio su campanazo más sonoro en 1994 con el levantamiento zapatista de Chiapas, pero venía de antes y de muchas partes del territorio nacional. De zonas invisibles u olvidadas de la llamada Patria.

Y en un momento en que la cultura y el Estado nacionales se arrodillaban entusiastas y diluían sus esperanzas bajo la interminable conquista yanqui, y los poderes políticos y económicos emprendían en gran escala la entrega del país al capital extranjero y los intereses estratégicos del imperio, el ¡ya basta! de los indios adquirió un significado clave: defender la soberanía nacional desde lo básico. Los indígenas querían ser reconocidos como mexicanos, ser sujetos de su destino con derechos ciudadanos completos y específicos.

Resulta curioso que los regímenes priístas de Salinas de Gortari y Zedillo los acusaran de “pretender balcanizar” el país. Con ese criterio se desconocieron los acuerdos firmados por el Estado en San Andrés en 1996 con el ezln, una representación de decenas de pueblos indios y el consenso elemental de casi todos los pueblos originarios. Los gobernantes y sus intelectuales cerraron después la posibilidad de cualquier nueva negociación. Ellos, precisamente ellos, quienes reformaron las leyes nacionales sobre la tierra, desmantelaron las conquistas postrevolucionarias y cayeron en la trampa del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá; en 2009 ya sabemos a qué grado desfavoreció al país y dañó a fondo sus posibilidades de producción y autosuficiencia soberanas.

De cara a este poder, y a su contracorriente, los pueblos se plantaron como barricada, como guardianes de lo que hace a México país, incluso aquello que no ha sido justo con ellos: una lengua, una cultura, una bandera, una Cons­titución que sólo comenzaron a reconocerlos, de manera vergonzante y cosmética, en años recientes.

Los indios de México, que hablan otros idiomas, y siempre se pensó que vivían “en otra parte”, al alzarse en pie, y algunos en armas, asumieron un cargo fenomenal, y muy propio de su visión tradicional del mundo: llevan sobre sus hombros el peso del país, su responsabilidad. Hay que subrayar, por ejemplo, que el Ejército Zapatista es de liberación nacional.

No extraña entonces que tuvieran la fuerza y la determinación suficientes para inaugurar literaturas en los umbrales del nuevo milenio. Si se estaban dando a sí mismos formas propias de gobierno, legitimadas por leyes suyas que la ley nacional consideraba ilegales, y lo sigue haciendo, ¿por qué no iban a darse su poesía, sus silabarios, sus renacimientos del idioma propio?

El “indigenismo” impulsado por el Estado postrevolucionario, paternalista y controlador, fue absorbido y superado por los propios pueblos. De la labor de etnólogos, lingüistas y predicadores cristianos (inicialmente católicos) adquirieron las herramientas para escribir sus palabras. Se robaron el fuego.

Tres lenguas originarias se han escrito en nuestro alfabeto, más acá de los códices desde la llegada de los españoles: nahua, maya peninsular y zapoteco (dominantes hacia el siglo xv). Pero sólo la última se había dado, en los últimos cien años, a una construcción poética con la malicia y la inspiración del arte consciente de sí. Hoy por supuesto forman parte, las tres, del imprevisto mosaico de literaturas en formación.

Incluso cuando se expresan en castellano, éstas lo hacen de nuevo modo, con sintaxis desconocidas o despreciadas por la cultura dominante y la Academia de la Lengua. Quizás los mayores divulgadores de estas originales sintaxis de lo que no se pierde en la traducción son los zapatistas, movimiento extrovertido y platicador.

El mixteco, el totonaca o el mayo-yoreme ya tienen sus academias de la lengua, formales o no. Un generoso puñado de poetas zapotecos, un inexplicable número de jóvenes poetas tsotsiles, y uno más pequeño de narradores tseltales pueden considerarse, junto con algunos mazatecos, mayas, nahuas y ñanhú, entre los mejores autores vivos en México, aunque no lo sean en castellano, o no siempre.

Es una primavera, si bien difícil. No han domado lo suficiente el alfabeto occidental para reproducir los sonidos reales de sus lenguas, su fonética original, su música, sus inflexiones. Y proviniendo de comunidades analfabetas (o parcialmente alfabetizadas al castellano, entre otras cosas para quitarles lo indio), necesitan la formación de lectores, y de los futuros autores.

Tal vez por ello que los escritores indígenas mexicanos suelen ser maestros.

A pesar de lo que leemos en las sangrientas noticias cotidianas, también suceden cosas buenas. En México no sólo se muere, también se nace. La lección de la autonomía indígena es amplia y empieza por la palabra. Como en el Génesis, como en el Popol Vuh.

Es un secreto todavía. El poder no se quiere dar por enterado. Ni los medios de comunicación masiva, ni la industria cultural. Para ellos, esas lenguas son habla primitiva, “dialectos”, y sus creaciones, artesanía, folclor de la “tradición oral”.

Pero el secreto es a voces. Nadie que esté escuchando realmente puede ignorarlo.

 

Texto presentado en el Encuentro de Literatura Identidad, Lengua y Confines

en el pabellón kurdo Planet K en la Bienal de Venecia el 26 de septiembre.

 

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