En nuestra América, la pesadilla colonial no ha terminado. A 200 años de las independencias nacionales, los pueblos y los países están sitiados, bajo la presión brutal del invasor, hoy llamado capital financiero internacional, transmutación de los sucesivos imperios occidentales que “han hecho la América” durante medio milenio (y que hoy comandan los capitalistas de Norteamérica).
Del Bravo a la Patagonia somos traspatio del imperio yanqui, la “reserva estratégica”, su “hemisferio”. Su instrumento lo constituyen tratados de libre comercio y el despliegue en creciente de la flota de guerra y las bases militares de Estados Unidos en mares y tierras latinoamericanas.
México y Colombia, sus gobiernos, son arietes del imperio. Al hipotecar su soberanía ponen en riesgo a todas las soberanías nacionales de la región que, penosamente, sostienen lo que pueden de su independencia. Obedecen a la apabullante presión de petroleras, agroindustrias, mineras, madereras, embotelladoras de agua, bancos y religiones del imperio. Aparejada llevan una propaganda monumental y permanente, verdadera conquista cultural, aniquilamiento de lo que nos ha sido propio. De mano de la televisión y la deseducación como política oficial, van por mentes, corazones y voluntades.
Ante ello, salta la evidencia de que los territorios y los recursos codiciados con ansiedad y prepotencia por los tentáculos del “libre” mercado (esa patraña de las metrópolis) están habitados por los pueblos indígenas. Que éstos los protegen. Allí, en sus “refugios”, han estado durante siglos. Y ahora que valles y cuencas han sido destruidos por la urbanización y la explotación material, estos “refugios” son la última frontera del capitalismo, y los pueblos el principal obstáculo para que el imperio siga avanzando.
El Estado mexicano, arrodillado y contra la pared, está en falta, y no por fallar en su “guerra” absurda y violenta contra el narco, sino por no conseguir mejores resultados en la entrega de territorios y recursos a las empresas que los reclaman. Los pueblos estorban, detienen las hidroeléctricas y los pozos de hidrocarburos, defienden con amplitud y determinación sus territorios, sus ríos, sus formas de gobernarse.
Aunque no es un enclave de provocación bélica regional como Honduras, Colombia y Perú, lo que sucede en México es trascendente para todos en el hemisferio. Sandwich entre Estados Unidos y su desdichada colonia llamada Guatemala (hoy en hambruna), el poder aquí prosigue también su propia colonización interna, como en el porfiriato. En vez de cacerías de yaquis y exilios masivos de mayos, administra la pobreza para imponer programas de gobierno (Procede en primer lugar), ocupaciones militares en forma y expulsiones económicas; sólo que ya no como estrategia de control del Estado nacional, sino como avanzada del amo insaciable del norte.
Pero los pueblos han cambiado. Su determinación es nueva, y temible para los hunos del dólar. Resisten en creciente unidad. Contra lo que sostienen las academias de estudios poscoloniales y los acólitos del “fin de la historia”, la descolonización no ha terminado.