Foto: René Barreto

Nuestros motivos para aprender

Magda Riquer Fernández

Cuando en medio de una explicación a los estudiantes en el salón de clase, o ante la sugerencia o recomendación de alguna lectura, lo primero (y en ocasiones lo único) que escucho es: “profesora, ¿eso va a venir en el examen?”, además de que suelo contestar con alguna imprecisión, pienso en las razones por las que muchos niños y jóvenes pierden interés por aprender. Esta reflexión invariablemente trae a mi mente la imagen de los más pequeños, que ya desde sus primeros días de vida buscan activamente aprender para entender, ¡cuanto antes!, este mundo que se les presenta caótico.

Muy pronto comienzan a sorprendernos sus aprendizajes: cuando la sonrisa ha dejado de ser un reflejo para convertirse en un acto propositivo de reconocimiento a mamá, cuando un día al mirarse al espejo dice “yo”; o cuando sin saber leer repite lo escrito en un anuncio al pasar delante de él. Aprendizajes cotidianos desde el nacimiento hasta el día que llega a la escolarización formal, momento en el que, con mucha más frecuencia de la que quisiéramos, a veces poco a poco y otras casi de repente, todo ese interés, todos esos deseos por aprender huyen del espacio escolar: el aprendizaje se transforma en una pesada carga, en una actividad aburrida, porque ha cambiado su sentido.

Para intentar comprender lo que ocurre, habría que preguntarnos por las razones que hacen que un bebé ya desde sus primeros momentos de vida desee –así, subrayado– aprender. El filósofo contemporáneo Fernando Savater nos dice que los seres humanos (a diferencia del resto de los seres vivos, que nacen siendo lo que definitivamente serán) necesitamos aprender a ser humanos; luego, éste es el principal motivo de nuestros aprendizajes, incorporarnos a y ser aceptados por lo que el mismo autor refiere como el “rebaño humano”, y para ello necesitamos comprender esa infinidad de determinaciones simbólicas, el lenguaje la primera de todas, que constituyen lo que llamamos cultura.

Ese deseo de pertenecer al grupo humano es, aun antes de comprenderlo en toda su complejidad, la fuerza que nos motiva para aprender. Nuestro deseo de ser aceptados incluye el querer parecernos a algunos miembros que ya forman parte de la comunidad. El aprendizaje en esos primeros tiempos de nuestra vida ocurre principalmente por imitación y por ensayo y error, que podemos definir como el antecedente de cualquier procedimiento científico.

Estas formas de aprender son, casi siempre, celebradas y apoyadas por quienes rodean al pequeño, incluso en las primeras experiencias en la guardería o jardín de niños: se aprende jugando, compartiendo, se aprende investigando, a veces acertando y otras errando…; en esos años todos los aprendizajes son siempre grandes acontecimientos.

¿Qué pasa, entonces, cuando los niños y las niñas llegan al primer año de primaria?

Los cambios son sustanciales: nuevas exigencias en su comportamiento y mucho desconcierto por las nuevas reacciones de los mayores; entre ellas, y de manera importante, el cambio en “el valor” del aprendizaje, de una experiencia siempre celebrada a otras en las que entran en juego las recompensas y las sanciones.

Los errores, las equivocaciones, de pronto adquieren un significado muy distinto, ya no sirven para aprender, de ahora en adelante se pueden convertir en una “calificación”, usualmente con sentido negativo, y tener consecuencias que se alejan cada vez más de la aceptación.

Lo que hasta entonces era una motivación originada en el deseo de crecer, de comprender; dicho en términos de Savater, de llegar a ser humanos, como objetivo y no como adjetivo, comienza a cambiar su sentido, de un valor trascendental a un valor de cambio. Aprenderá sí, para obtener un premio o evitar un castigo, pero ¿qué ocurrirá entonces, cuando desaparezcan estas recompensas?

Las posibles respuestas van más allá del ámbito del desarrollo intelectual: minimizando las posibilidades de aprendizaje que surgen del análisis de los errores, la reflexión sobre lo andado, el reconocimiento en las razones del otro, y generando la subutilización de la memoria, al aplicarla casi exclusivamente a la repetición y no a buscar, reconocer e integrar información en el proceso de construir significados, que es su función principal.

Como sabemos, las posibilidades de desarrollar habilidades para aprender no sólo involucran la inteligencia y la memoria; los aspectos afectivos y sociales son también determinantes. De manera importante, en esos primeros años de la educación formal, los niños y las niñas están comenzando a definir el concepto de sí mismos, al que concurre con peso específico su propia imagen intelectual, desvalorada a consecuencia de los castigos o sobrevalorada por el exceso de premios. En el primer caso, se generan sentimientos de venganza, enojo, rechazo; en el segundo, la tendencia es al egoísmo, a la dependencia y a la falta de sensibilidad al contexto; en ambas circunstancias, generar comunidades de aprendizaje responsables y comprometidas, que apoyen el desarrollo de seres humanos libres y autónomos se convierte en una difícil tarea.

Resulta paradójico que sea precisamente la educación formal la que propicia este cambio en el significado y sentido del aprendizaje humano; por lo demás, podríamos preguntarnos, como maestros, como padres, ¿en qué medida contribuimos con ello y lo alentamos? Los premios y los castigos son, como afirma Alfie Kohn ¿las dos caras de una misma moneda?

Finalmente, por lo que respecta al aprendizaje por imitación, vale plantear una pregunta sobre la que podemos reflexionar en una próxima ocasión: los modelos que actualmente presentamos a nuestros niños y niñas ¿son realmente dignos de ser imitados?

Magda Riquer es doctora en Psicología Social, especialista en educación. [email protected]

Para saber más: Fernando Savater, El valor de educar, Barcelona, Ariel, 1997

www.alfiekohn.org/teaching/recompensas.htm

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