Editorial
¿Excelencia? No, gracias
Desde hace tiempo es sabido que el lenguaje
tiene una importancia determinante en el pensamiento
y en infinidad de aspectos de la vida
tanto individual como social. Ya a principios
del siglo XVI Antonio de Nebrija advertía que
“El lenguaje es compañero del imperio”. Sin
embargo, poca conciencia tenemos de esto,
prueba de ello es la facilidad con la que aceptamos,
sin reflexión, incorporar en nuestro vocabulario
palabras cuyo significado, origen y
función ignoramos.
Un caso paradigmático contemporáneo
de esta falta de cuidado en el lenguaje es el uso
obsesivo de la palabra excelencia. En esta obsesión
han sucumbido, particularmente, muchos
actores del medio académico, traicionando así
su responsabilidad de pensar.
La palabra excelencia adquirió especial
fuerza a partir de los años ochenta del siglo pasado
y en ello influyó, sin duda, la publicación
del libro En busca de la excelencia, de los autores
Tom Peters y Robert Waterman, uno de los
más exitosos “bestsellers” de la historia. Véase
en la Wikipedia el fraude que significó dicho
libro proveniente del mundo empresarial; y
este no es el único caso de coloniaje lingüístico
del ámbito de los negocios sobre el mundo
educativo y la academia, ya nos ocuparemos
de otros.
Hace quince años, en un artículo titulado
“En defensa de la imperfección”, Pablo Latapí
advertía: ... hoy se predica una excelencia perversa:
se transfiere a la educación, con asombrosa
superficialidad, un concepto empresarial de “calidad”. Con toda razón, el doctor Latapí nos
hace ver que los conceptos útiles para producir
más tornillos por hora, y venderlos, no pueden
convertirse en filosofía del desarrollo humano.
Bajo este lema de la excelencia, explica, se han
introducido en las universidades aspiraciones paranoicas
de perfección; con el término se cuelan
varias deformaciones humanas que, por serIo, son
también perversiones educativas (…). Por ignorancia
de la historia o por estrechez conceptual la
actual doctrina de la excelencia ha entronizado
un ideal de perfección que reduce las posibilidades
humanas: con esa etiqueta suelen vender los
traficantes de la excelencia, en un solo paquete,
los secretos de discutibles habilidades lucrativas,
la psicología barata de la autoestima y los trucos
infantiles de una didáctica de la eficacia.
Al recibir el doctorado honoris causa por
la Universidad Autónoma Metropolitana en
febrero pasado y por el Cinvestav en julio de
este año, Latapí reflexionaba:
En el ámbito educativo, hablar de excelencia
sería legítimo si significara un proceso gradual de
mejoramiento, pero es atroz si significa perfección.
Educar siempre ha significado crecimiento, desarrollo
de capacidades, maduración, y una buena
educación debe dejar una disposición permanente
a seguirse superando; pero ninguna filosofía educativa
había tenido antes la ilusoria pretensión de
proponerse hacer hombres perfectos.
Yo creo que la excelencia no es virtud; prefiero,
con el poeta, pensar que “no importa llegar
primero, sino llegar todos, y a tiempo”. El propósito
de ser excelente conlleva la trampa de una
secreta arrogancia. Mejores sí podemos y debemos
ser; perfectos no. Lo que una pedagogía sana debe
procurar es incitarnos a desarrollar nuestros talentos,
preocupándonos por que sirvan a los demás.
Querer ser perfecto desemboca en el narcisismo y el
egoísmo. Si somos mejores que otros –y todos lo somos
en algún aspecto– debemos hacernos perdonar
nuestra superioridad, lo que lograremos si compartimos
con los demás nuestra propia vulnerabilidad
y ponemos nuestras capacidades a su servicio.
El doctor Pablo Latapí Sarre, fundador
del Centro de Estudios Educativos, educador
e incansable investigador en el campo de la
educación, falleció el pasado 6 de agosto. Aquí
lo recordamos, y aquí honraremos su memoria
enriqueciendo nuestro trabajo con sus ideas
sobresalientes.
Manuel Pérez Rocha
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