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Periódico La Jornada
Domingo 30 de agosto de 2009, p. a24

En uno de sus textos Antonio Lobo Antunes escribió que las personas deberíamos venir acompañados de un prospecto, ese papelito que traen las cajas de medicinas y que indican cuántas pastillas tomar y cada cuándo alejando así el peligro de sobredosis.

Lo mismo debería ocurrir con los libros. Deberían decir no leer más de un capítulo al día, no se mezcle con autores como... o algo por el estilo que prevenga de un serio ataque de alteración de la realidad, sin saber en qué momento parar o dejar de hacer preguntas o ya no darle vuelta a las respuestas; algo que diga qué hacer si los personajes no quieren salirse de la cabeza, si se la pasan girando y girando añadiendo nuevas formas y colores al imaginario que ya estaba en las páginas.

Vueltas y vueltas y vueltas. ¿Recuerda ese juego en el parque, el volantín, al que hay que darle velocidad con los pies? ¿Recuerda esa sensación cuando al final pareciera que el juego deja de girar pero el mundo no? ¿Alguna vez algún libro lo ha hecho sentir así?

A mí sí. Y no ha sido uno, sino muchos libros, pero no pasaba de un rato de alteración. El desastre comenzó hace unas cuantas semanas cuando leí El nombre del viento, del estadunidense Patrick Rothfuss, un tabique de 872 páginas en apenas tres días. Es la historia de Kvothe (que se pronuncia quoth y no cuouz, como se tradujo al castellano), un hombre que comienza a contarle su vida a un escribano y que es de lo mejor que existe en este momento dentro del género de literatura fantástica. No intentaré ni siquiera esbozar la historia, porque vale la pena pasar todas y cada una de sus páginas.

Terminé de leerlo un lunes por la noche, y todos sus personajes e imágenes se me quedaron en la cabeza, dando mil y una vueltas. Para despejarme un poco me metí a Internet a buscar cosas sobre el autor y el libro. El nombre del viento es el primero de tres tomos que conformarán la Crónica del asesino de reyes, pero el señor Rothfuss, para enojo de sus seguidores, apenas está escribiendo el segundo y en el ínter se dedica a pasear disfrutando del éxito del primero (algunos tememos que el segundo libro nunca llegue).

El remedio resultó peor. Kvothe, Dena, el asesinato de la familia de Kvothe, su vida como pordiosero, la pérdida de su laúd, sus amigos... toda la historia se repetía desde el principio una y otra vez en mi cabeza.

Dos de la mañana, más o menos, decidí que lo mejor para dejar a Kvothe sería terminar de leer Los rebeldes, de Sándor Márai. Y ahí, como dirían los sabios, fue donde la puerca torció el rabo.

Los rebeldes es en verdad el libro más inquietante de Márai. Pareciera que la novela no se sostiene, que los delgados hilos que unen las páginas van a romperse en cualquier momento; ¿qué hace ahí un actor?, ¿qué tienen que ver los naipes de los primeros capítulos?, ¿cómo es que son amigos cuatro personas que lo único que tienen en común son sus diferencias?, ¿cómo va a terminar todo? Parece que no tiene ni pies ni cabeza. Es hasta el último renglón del último capítulo cuando todo adquiere sentido.

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Cuatro de la mañana. A Kvothe, Dena, los maestros, la trouppe, los monstruos, el laúd, el dragón, se les sumaron Erno, Abel, Bela, Tibor, el actor, el prestamista, la tía, los padres. Y aquello se convirtió en una locura. Si tenía los ojos abiertos giraba con El nombre del viento, si los tenía cerrados trataba de encontrarle respuestas a Márai. Cada parpadeo era un mundo diferente y éste giraba en sentido contrario.

En ese momento entendí perfecto por qué enloqueció Don Quijote. Yo intentaba frenar, dejar que los personajes volvieran a los libros, quería dormir sin pensar en ellos. No pude.

Decidí entonces que lo mejor sería encontrar otro libro que me sacara del remolino en el que estaba. El primero que encontré es Negro, de Ted Dekker, que complicó todo aún más: el personaje principal se duerme en este mundo y despierta en uno loquísimo, pintado con colores LSD, se duerme en ese mundo de fantasía pos-destrucción del mundo y regresa a la realidad.

La elección, como podrá haberse dado cuenta, no fue la mejor dado el estado alterado en el que estaba mi cerebro. ¿Moby Dick? ¿Entrarle de nuevo a la obsesión de Ahab por la ballena blanca? No, gracias.

Necesitaba algo que me permitiera hacer tierra. Y no exagero: manos heladas, sudor frío, hormigueo, corazón a mil por hora, miedo. Todos los síntomas de un ataque de ansiedad. Un ataque de ansiedad provocado por dos libros. Más tarde un amigo me diría: “lo que tienes son todos los síntomas de un pasón”.

Sí, un pasón de letras que me dejó un miedo total a leer de nuevo.

¿Cómo salí? Leyendo en inglés. Sólo así pude abandonar a Los rebeldes y El nombre del viento, porque implica una concentración mayor, las imágenes y los personajes llegan de manera diferente, filtrados. Primero Flyte, que es el segundo libro de la saga de Septimus, y después The Sorceress, el tercero de la serie de Los secretos del inmortal Nicholas Flamel. Sólo así vencí el miedo.

Ahora paso con cuidado las páginas de La mano de Fátima, de Ildefonso Falcones, no vaya a ser la de malas y yo termine de nuevo de cabeza...